Sin embargo, esta rotunda y clara declaración se contradice con otras declaraciones del FMI, de la propia Comisión Europea y, desde luego, con las manifestaciones interesadas que han realizado los responsables de los grandes Bancos en nuestro país, en la presentación de los resultados del pasado año. Todos ellos exigen continuar con las reformas (justificadas sólo en términos ideológicos) y, en particular, con la reforma laboral a pesar de haber fracasado estrepitosamente en la creación de empleo y en la superación de los problemas derivados de la precariedad de nuestro mercado de trabajo.
En concreto, proponen modificar el sistema de incentivos para que los desempleados se incorporen con rapidez al mercado laboral (como si la culpa del desempleo la tuvieran los trabajadores y éste dependiera de los incentivos), lo que significará, si se lleva a la práctica, reducir las prestaciones por desempleo o dificultar el acceso a las mismas, además de eliminar las ayudas a los trabajadores que no se formen (no hay ofertas adecuadas de formación para todos los desempleados) o no acepten ofertas de empleo (aunque resulten inaceptables para su categoría profesional). También se propone igualar a la baja la protección social de los trabajadores con un contrato indefinido a los que tienen un contrato temporal, lo que significa, en la práctica, reducir la protección de los trabajadores fijos (contrato único). En este mismo sentido, las medidas que se contemplan en el estudio eliminan la cláusula de revisión salarial (la relación entre salarios y precios), a pesar de que en 2013 sólo se ha contemplado en el 14% de los convenios; proponen acabar definitivamente con la prorroga automática de los convenios (ultraactividad); reducen a la mínima expresión la tutela judicial, para evitar que los tribunales hagan una interpretación restrictiva de la legislación laboral que pudiera perjudicar a los empresarios; y, por último, priman más a los convenios de empresa sobre los convenios sectoriales, lo que dejará aún más indefensos a los trabajadores de las pequeñas empresas que cuentan con muy poca presencia sindical.
Esta propuesta se efectúa en el mismo momento en que el Gobierno habla (insultando a la inteligencia) de una recuperación económica que nadie percibe -y mucho menos el 26% de los trabajadores en paro-, salvo los especuladores y diversos fondos de inversión, que están haciendo su agosto en una España que se vende a precios de saldo. No es extraño que la ciudadanía y, en particular los trabajadores, se pregunten por qué se exigen nuevas medidas de ajuste, más recortes y una nueva vuelta de tuerca a la reforma laboral si la economía se encuentra en fase de recuperación; sobre todo después de la experiencia negativa de la reforma laboral. Por otra parte, las previsiones que baraja el FMI, la Comisión Europea, el Gobierno y diversos expertos reconocen que vamos a convivir con altas cifras de desempleo durante muchos años (cuando menos 10 años, según el comisario europeo para asuntos económicos, Olli Rehn); concretamente, los Presupuestos Generales del Estado para este año contemplan un raquítico crecimiento del empleo (0,2%), lo que quiere decir que no confían ni siquiera en sus propias alternativas -y mucho menos en la eficacia de la reforma laboral- y que todas las expectativas relacionadas con la creación de empleo se basan en exigir nuevos sacrificios a los trabajadores y a la clase media: menos salarios, menos protección social y más precariedad. Por otra parte, debemos recordar que existe un consenso generalizado entre los expertos sobre la necesidad de reactivar la economía impulsando la inversión y el consumo como condición necesaria para avanzar en la creación de empleo, lo que está en clara contradicción con la actual política económica de la Unión Europea que el actual Gobierno -sin ninguna estrategia propia conocida- está imponiendo con total impunidad y al margen del diálogo político y social.
Por lo tanto, no resulta extraño que la oposición y los sindicatos insistan en abordar el capítulo de los ingresos y, en concreto, una reforma fiscal encaminada a que paguen más los que más tienen e incidan, particularmente, en el impuesto de sociedades, en las transacciones financieras y en el fraude fiscal, sobre todo cuando el gobierno habla de reducir impuestos en el año 2015 -en clave electoral-, al margen de una reforma fiscal que garantice los principios de equidad, progresividad y sostenibilidad del sistema. En este sentido, es destacable el informe de GESTHA sobre la economía sumergida que refleja una realidad intolerable. La economía sumergida en España se situó al término de 2012 en el 24,6% del PIB, lo que representa más de 253.000 millones de euros. Durante la crisis aumentó en cerca de 60.000 millones de euros, pasando del 17,8% del PIB en el año 2008 al 24,6% del PIB en 2012. En todo caso, estamos muy por encima de Alemania (13,1%), Francia (10,8%) y Gran Bretaña (10,1%) y solamente por debajo de Italia, Portugal y Grecia.
A ello han contribuido la especulación del sector inmobiliario, el incremento del desempleo, la subida de impuestos y la obscena corrupción política y empresarial. El ejemplo que mejor refleja la envergadura del problema se refiere al escandaloso uso masivo de billetes de 500 euros, que representa el 73,7% del efectivo en circulación y el 14% del valor de todos los billetes de 500 que circulan en la zona euro.
Llama la atención que un informe de estas características no se haya solicitado o elaborado por el Gobierno. De hecho, no se conoce un informe oficial de ningún Gobierno que haya abordado el grave problema que representa la economía sumergida. Tampoco se observa una decidida voluntad política de luchar contra esta lacra social, como lo demuestra la escasa dotación de personal dedicado a luchar contra el fraude fiscal: un funcionario en España por cada 1.928 contribuyentes, frente a los 860 de Francia, 729 de Alemania y los 551 de Luxemburgo. Sin lugar a dudas, esta situación contrasta radicalmente con la rápida toma de decisiones en el saneamiento del sector financiero con dinero público, en la aprobación de la reforma laboral y en la política de recortes y privatización de los servicios públicos.
Precisamente, la proximidad de las elecciones europeas debería ser un buen momento para debatir nuevamente estos problemas, con el propósito de impulsar medidas de corte progresista que repartan más equitativamente el costo de la crisis. Sin embargo, no será fácil después de lo ocurrido en Alemania (Gobierno de coalición) y del giro económico y social de Hollande en Francia que, no nos engañemos, dificultará seriamente el debate sobre las diferencias programáticas de los partidos políticos que concurran a las elecciones de mayo. Tampoco será fácil contrastar opiniones en nuestro país, donde se observa un mayor interés de los partidos políticos en la confección de las listas electorales que en la elaboración de auténticos programas electorales que, por el momento, se desconocen inexplicablemente.
Debemos recordar que los ciudadanos exigen, sobre todo, una mejor redistribución de la riqueza y la superación de las desigualdades (brecha social), como condición imprescindible para que los gobiernos, las instituciones y la política- con mayúscula- recuperen la confianza perdida. Según la Encuesta Global de la Confederación Sindical Internacional (CSI), en el último año se ha registrado una mayor desigualdad y sólo el 13% de las personas entrevistadas piensan que los gobiernos están actuando en su interés y el 28% están desencantadas o consideran que los gobiernos no tienen en cuenta los intereses de las personas o empresas. En definitiva, hay una falta de confianza en los gobiernos y en las instituciones ante el reiterado incumplimiento de los compromisos electorales contraídos con los ciudadanos y ante un comportamiento dubitativo con los poderosos que son los que gobiernan el fenómeno de la globalización en beneficio de unos pocos (gobiernan para los más ricos).
Desde luego, la ciudadanía espera respuestas de la izquierda claramente diferenciadas de las políticas que practica el Gobierno en relación con los problemas que más preocupan a los ciudadanos: el desempleo; la precariedad de nuestro mercado de trabajo (reforma laboral); el desplome salarial; la protección social (pensiones, desempleo y dependencia); la fiscalidad; los servicios públicos (sanidad y educación); las políticas energéticas; las políticas medioambientales; el cambio de modelo productivo
En coherencia con ello, la Confederación Europea de Sindicatos (CES) y la CSI, ante la reunión de Davos, han exigido con fuerza una política de inversiones -como alternativa a las políticas de austeridad-, principalmente en infraestructuras, para mejorar el tejido productivo y avanzar hacia una economía con bajas emisiones de carbono y capaz de crear empleo, sobre todo para los jóvenes; aumentar el poder adquisitivo de los trabajadores encaminado a reducir las desigualdades (reforzando para ello la negociación colectiva, además de incrementar el salario mínimo profesional); invertir en políticas activas de empleo (incrementando los niveles de cualificación); fortalecer la prestación por desempleo; y reducir la precariedad del mercado de trabajo.
En todo caso, y a pesar de los graves problemas enumerados, resulta esperanzadora en la actualidad la respuesta ciudadana a unas políticas que no están resolviendo el problema del déficit y de la deuda pública y, sin embargo, siguen perjudicando al empleo y poniendo en grave riesgo el llamado Estado de Bienestar Social. Los resultados conseguidos por las últimas movilizaciones sociales fomentan la ilusión y confirman su eficacia en la consecución de diversos logros en los que nadie confiaba. Por lo tanto, en plena precampaña electoral relacionada con las elecciones europeas, sólo cabe redoblar la exigencia a los partidos de izquierda para que recojan, en este caso, el creciente malestar social de la ciudadanía que se produce, sobre todo, por las intolerables cifras de desempleo. En último término, el Plan de Choque por el Empleo que exigen los sindicatos puede ser una buena propuesta para abrir un debate sobre la búsqueda de soluciones a los problemas que sufren los trabajadores y las familias, muy afectadas por el desempleo, la precariedad, la desigualdad y pobreza.