En este escenario, no han faltado personas que han criticado, sin mucho fundamento, los logros de la Transición, aunque se reconoce que los protagonistas hicieron todo lo que pudieron y supieron hacer en unas circunstancias extremadamente difíciles, como se confirmó después en el hecho grotesco, levantisco y montaraz acontecido en el parlamento el 23-F de 1981. Dicho esto y analizada desde el presente, la Transición pudo ser mejorable, como todo en esta vida, sobre todo si consideramos las posibles omisiones forzadas que se produjeron en aquella etapa. Por eso es exigible que los historiadores de esa etapa trabajen con extremado rigor y con una mínima perspectiva histórica. En todo caso, muchos de los problemas que se achacan a la Transición tienen mucho que ver con la gestión política que se materializó posteriormente en asuntos relacionados con la memoria histórica, el desarrollo progresista de la Constitución (la consolidación de las libertades y la profundización de la democracia) y la organización territorial del Estado. En concreto, los dos ejemplos más recurrentes se refieren a la exigencia de aplicar medidas contra la impunidad de los crímenes franquistas y a la obligación de resarcir y honrar a las víctimas de la dictadura y, como no, a llevar a cabo, en todos sus términos, la plena separación de la Iglesia católica (laicismo del Estado) que, según algunos analistas, se debieron imponer en la Transición, a pesar de la escasa capacidad de presión de las fuerzas progresistas en aquella etapa.
En cualquier caso, un asunto clave a tener en cuenta, en los últimos años de la década de los setenta, es recordar las diferencias entre lo que ocurrió en el plano político y en el pleno social que, sin lugar a dudas, fueron relevantes. En el plano político la Transición de la dictadura a una democracia moderna se llevó a cabo a través de reformas políticas consensuadas que mantuvieron intacta la estructura de poder (fundamentalmente económico) y actualizaron las instituciones básicas del Estado: monarquía (constitucional), parlamento (democrático), partidos políticos (legalización de todos ellos), ejército (supeditado al poder político) y poder judicial (independiente del poder político y legislativo). Por el contrario, en el plano social el cambio certificó la ruptura sindical que se llevó a cabo de manera radical: negación de cualquier continuismo, más o menos edulcorado del sindicato vertical; irrupción de la plena libertad sindical; afirmación del pluralismo sindical realmente existente en nuestro país; y, finalmente, legalización de las organizaciones sindicales de clase. Dicho de otra manera: cualquier proceso de unidad sindical, como algunos planteaban, tenía que partir necesariamente del pleno reconocimiento de la libertad sindical.
Además de todo ello, y en el desarrollo de la Constitución, se estableció un nuevo marco de relaciones laborales a través del Estatuto de los Trabajadores (ET), que recogió el contenido del Acuerdo Básico Interconfederal (ABI) -firmado por la CEOE y la UGT- y nos equiparó a los países más avanzados de la Unión Europea. El ET consolidó la libertad sindical y garantizó la autonomía de las partes, el diálogo social y la negociación colectiva, los derechos de representación colectiva y de reunión de los trabajadores en la empresa, así como unas condiciones mínimas que han venido regulando las relaciones individuales de trabajo, sobre todo en materia de contratación laboral, salarios, tiempo de trabajo, seguridad y salud laboral y cualificación profesional. Todo ello facilitó la intervención sindical en la modernización de las estructuras económicas, la lucha contra la inflación, la flexibilización de la contratación laboral, la reconversión industrial e impulsó la participación de los sindicatos en las diversas instituciones del Estado.
La apelación al consenso es otro de los conceptos esgrimidos por la clase política y los ciudadanos en general, a pesar de que el consenso y la búsqueda de acuerdos en estos momentos brillan clamorosamente por su ausencia y si se ofrecen desde la derecha política es para descalificar la conciencia crítica de la oposición o para exigir a la izquierda la legitimación de las políticas neoliberales del actual gobierno. Efectivamente, la mayoría absoluta del PP en el Gobierno ha abortado el consenso, los acuerdos políticos y el diálogo con los interlocutores sociales, llevando unilateralmente a la práctica unas políticas regresivas que están siendo contestadas por la ciudadanía.
Por eso no resulta extraño el contraste entre lo que ocurrió hace más de 30 años y lo que está ocurriendo en la actualidad. El ET, que entró en vigor en el año 1980, aparece como un texto auténticamente revolucionario si lo comparamos con la actual reforma laboral, declarada hace unos días como contraria a los derechos de libertad sindical y de negociación colectiva por la OIT; los sindicatos, a pesar de su protagonismo en la Transición, son combatidos con saña y vienen sufriendo además una campaña antisindical intolerable; la negociación colectiva, reconocida como uno de los instrumentos clave que se utilizó en la consolidación de la democracia y en la estabilidad de las relaciones laborales, resulta en estos momentos irrelevante; las condiciones de trabajo (incluido el poder de compra de los salarios) han sufrido un considerable retroceso, que ya se considera histórico por su brutal incidencia en la desigualdad y en la pobreza como denuncia Cáritas; y el relativo equilibrio de la relación de fuerzas entre los interlocutores sociales -que posibilitó el diálogo social y la concertación social- ha sido sustituido por el poder absoluto de los empresarios.
También el avance de las políticas neoliberales basadas en la austeridad y los recortes están estimulando aún más las comparaciones con lo ocurrido en la Transición, además de impulsar las crecientes movilizaciones ciudadanas que se están produciendo en estos momentos. Efectivamente, el crecimiento del desempleo (sobre todo el juvenil, de larga duración y de los mayores de 52 años); la precariedad de nuestro mercado de trabajo (temporalidad y trabajo a tiempo parcial impuesto); el desplome salarial; el deterioro de los servicios públicos (sanidad y educación); la brutal caída de la protección social (pensiones, prestación por desempleo y dependencia); el encarecimiento de los precios de la energía (pobreza energética); la fiscalidad insuficiente e injusta; el rescate del sector financiero y el reciente de las autopistas; y el escándalo de las preferentes y los desahucios son algunos de los hechos que nos sitúan vergonzosamente a la cabeza de la desigualdad y pobreza de la Unión Europea.
El problema se agrava cuando los organismos internacionales (FMI, OCDE, BCE y Comisión Europea), los grandes Bancos y las empresas multinacionales -desde sus despachos- aplauden una política económica que está multiplicando los beneficios de los ricos (especulación) a costa del empobrecimiento de la mayoría de los ciudadanos.
En cuanto a las movilizaciones celebradas hasta la fecha debemos manifestar, en primer lugar, que han sido masivas y pacíficas, al margen de brotes de violencia puntuales que todos debemos condenar. Sin embargo, las protestas han sido rechazadas por la derecha política en el poder, sin ofrecer ninguna alternativa al desempleo y a la pobreza de millones de personas. ¿Qué esperan que hagan los ciudadanos ante la actual situación si la respuesta del Gobierno no es otra que más policía y más orden público?
La situación se agrava al observar un creciente interés del Gobierno por convertir un verdadero problema social en un simple problema de alteración del orden público. Eso explica que el Gobierno insista en criminalizar y acotar las protestas ciudadanas utilizando para ello los medios de comunicación públicos y afines.
Por otra parte, debemos recordar que un número no pequeño de manifestantes han denunciado una clara y programada intervención de violentos infiltrados del ministerio del interior (en este sentido están circulando imágenes en Internet), con la intención de facilitar la difusión de una imagen distorsionada de la realidad, quedando, por lo tanto, sin espacio mediático las verdaderas razones de las movilizaciones. Incluso, hasta algunos servidores del orden público han protestado porque intuyen que se está utilizando a la propia policía con fines políticos y han denunciado, además, que se han visto abandonados por sus propios mandos en la última gran manifestación.
Sin lugar a dudas, con estos hechos se pretende justificar mejor la Ley de Seguridad Ciudadana, que nos anticipa nuevos recortes a las libertades y un claro atentado contra los derechos fundamentales, lo que demuestra la peligrosa deriva del Gobierno y nos anuncia, en concreto, nuevas restricciones del derecho de libre expresión para los que sigan protestando contra estas políticas. ¿Hasta cuándo será sostenible esta política, que ni siquiera cumple con los compromisos de reducción del déficit, a pesar de los brutales recortes que se han producido? ¿Será capaz la socialdemocracia de mejorar su credibilidad en las próximas elecciones europeas y de propiciar un cambio de orientación de la política económica?
Estas simples incógnitas y la enumeración de los hechos acaecidos pueden explicar el recuerdo de miles de personas a la figura de Adolfo Suárez que, en la actualidad, añoran muchos ciudadanos. No se ha producido el mismo entusiasmo en los homenajes institucionales convocados por la clase política y, particularmente por el gobierno; simplemente porque huelen a rancio, suenan a cartón piedra y tienen una fuerte dosis de hipocresía e incoherencia; sobre todo cuando el gobierno no da, como debiera, una respuesta rápida y convincente a la actual situación: convertir la lucha contra el desempleo en la tarea prioritaria a desarrollar en el marco de la Unión Europea, aplicar unas políticas redistributivas que beneficien a los más débiles (desempleados y personas sin ingresos) e impulsar el diálogo social como puso en práctica el ex presidente -que los ciudadanos recuerdan con nostalgia-, con el propósito de suprimir la nefasta reforma laboral y recuperar la negociación colectiva a todos los niveles. No olvidemos que, para muchos ciudadanos, Adolfo Suárez es considerado en la actualidad como un gobernante progresista, aunque sólo sea por la comparación que muchos hacen con los actuales gobernantes.