La segunda, algo contradictoria con la primera, proponía disminuir el tiempo de trabajo para llegar a idéntico fin.

Desde luego fueron noticias que ocuparon pocos espacios en los medios de comunicación, salvo la primera, ¡no podían evidentemente tener el interés del folletín de los papeles de Bárcenas o del enésimo capitulo del historial de Gibraltar!

Vayamos con la primera. Parece de una lógica imparable. Los expertos del FMI se han percatado que al bajar los sueldos se pueden pagar más nominas. No se atreven a decir que una bajada del diez por ciento supone automáticamente un aumento de empleo equivalente, porque entonces habría quien dijese que con bajar del veinticinco por ciento los sueldos se conseguiría el pleno empleo. Con tal razonamiento no sería de extrañar que alguien propusiese volver a la vida social de la Antigüedad o de los tiempos de la floreciente y rentable esclavitud. Lógica, pero evidentemente simplista.

La segunda, reparte no los salarios sino el tiempo de trabajo. Su argumentación, mucho más seria, se basa en los efectos de la productividad creciente en todos los países. En efecto, su progresión impide que el crecimiento se transforme automáticamente en empleo desde el primer punto y además apunta a una escasez obligatoria de puestos de trabajo. Las dos proposiciones, aunque muy diferentes, tienen algo de común: consideran que la parte del trabajo en el reparto de la riqueza es fija. Hay que repartir un pastel cuyas dimensiones evolucionan poco cuando la parte del capital crece rápidamente. En realidad no es fija, sino que disminuye regularmente como lo demuestra de manera indiscutible el reciente libro del profesor Thomas Pikatty, ‘Le Capital au XXI eme siècle’.

El primer reto actual de los socialistas es luchar contra el paro. El crecimiento por sí solo no basta. Es su reparto el que debe modificarse. No es fácil, porque está demostrado que la solución fiscal que pesa sobre las rentas del trabajo no es una panacea. La participación de los trabajadores en el reparto de los beneficios podría ser la vía, siempre y cuando los sindicatos llegasen a ponerse de acuerdo sobre el dilema: aumento del salario o solidaridad hacia los parados. El Gobierno de Francois Holland dio un paso en tal sentido al suprimir la medida introducida por Sarkozy que favorecía la práctica de horas extraordinarias defiscalizándolas y suprimiendo las cuotas sociales. Lionel Jospin en su tiempo introdujo la semana de 35 horas con la misma perspectiva: crear empleo, y en parte lo consiguió, pero su efecto no duró. Las astucias para crear empleo o mantener poder adquisitivo de los trabajadores, sin modificar substancialmente la parte de los ingresos del trabajo en la riqueza producida, no dan resultados duraderos y a la primera crisis se volatilizan.

Otra vía para introducir justicia en las retribuciones es la que van a votar pronto los suizos: limitar el abanico de los salarios de 1 a 12. Pero tal medida no puede tener efectos sobre el empleo.

No vale la pena insistir en el método alemán directamente inspirado en Markus: para ir hacia el pleno empleo basta con disminuir la población y esclavizar los trabajadores extranjeros.

La situación se ha complicado con la creación del Mercado Único y la mundialización. Con la supresión de los aranceles intraeuropeos los Gobiernos han perdido márgenes importantes de maniobra, por no decir toda posibilidad de equilibrar su mercado laboral. El plus de riqueza que la construcción europea ha aportado se lo han comido los beneficios del capital con la crisis de la sociedad socialdemócrata. La competencia mundial de los países emergentes se lleva otra parte de las posibilidades de progreso en el empleo y en los salarios de los países europeos.

Parece por lo tanto, que en las condiciones actuales de nuestra sociedad, el empleo solo puede progresar con el crecimiento. Pero muy fuerte tendría que ser para suprimir la lacra del paro. Y nos encontraríamos entonces con otro problema: el de la destrucción acelerada de los recursos del Planeta con sus consecuencias catastróficas.

Por eso resultan muy interesantes los proyectos verdes que plantean un nuevo modelo de energía, de producción y de consumo y de reparto de las riquezas producidas. Sus ideas desgraciadamente las defienden partidos sin vocación real de Gobierno y las fuerzas de izquierda que podrían tratar de aplicarlas y de adaptarlas no creen realmente en ellas, y solo las utilizan para ilustrar con una nota ecológica sus programas.

Todo esto respira un pesimismo atroz. Pero el hombre tiene recursos y libertad de decisión para encontrar las soluciones. Con una condición: que sean los jóvenes que se adueñen del poder. Porque es su porvenir.