Estamos en una sociedad que se caracteriza por ser aséptica. Huimos de lo sucio en una constante obsesión por la limpieza y la pulcritud. Nos molesta ver lo que no nos resulta estéticamente atractivo o no se ajusta a unos cánones establecidos por la publicidad y el arte del saber vender (aunque lo que se vendan sean horteras a la par que inútiles tazas o dedales, con rostros de reyes neófitos). Y en este círculo de mercadeo, lo sucio, lo disonante, lo excluido, no vende, salvo que lo gestione una de esas marcas que desfilan en pasarelas internacionales. En ese caso dejará de ser excluido y será cool, como el extranjero que se convierte en turista cuando tira de tarjeta de crédito en su viaje.

La semana pasada mostraba mi estupefacción –y mi indignación— ante la decisión de no abrir los comedores escolares en verano para los niños en situación de riesgo de exclusión, bajo el pretexto de que “visibilizaba demasiado la pobreza infantil”. Y es que no nos gusta ver lo que no sabemos resolver, molesta darse cuenta que hay unos que tienen mucho y otros que no tienen nada… las desigualdades, según el lado de la balanza que se mire, se disfrutan de manera diversa. Esta semana también estoy indignada. El PP de Tarragona ha pedido un censo de mendigos en su ciudad para poder “echarles” de ella. Alega el portavoz de la corporación en ese Ayuntamiento que la mendicidad “debería considerarse una falta grave porque afecta a la libre circulación de las personas y a la libre actividad económica”.Dice que no es una actividad legal y que los vecinos “no tienen por qué aguantar no poder entrar en un cajero o en los comercios, o ser molestados en plena calle”. Una medida que considera útil para las ONG y los servicios sociales porque permitiría identificar a las personas sin hogar que “no forman parte de mafias y tienen problemas en la mayoría de los casos relacionados con adicciones, alcoholismo, etc.” Por mera asociación de ideas, la impresión es que los “sin techo” o son drogadictos o pertenecen a una mafia. Buen resumen del estado de la cuestión y un derroche de atenciones, teniendo en cuenta que, desde un punto de vista mercantilista, estos “mendigos” no aportan nada, salvo ocupar espacio. Trato diferente merece la prostitución o el tráfico de drogas, que desde que son candidatos a subir el PIB, se contemplan con más respeto y sin tanta obsesión por las mafias que las rodean, que cuando algo pasa a ser “actividad”, legal o no, hacer debates que distraigan los beneficios es obstaculizar el progreso.

La semana pasada ya lo adelantaba: a este paso vuelve la ley de vagos y maleantes, que para algunos parece necesaria. No caeré en la demagogia diciendo que estaría encantada de que en el portal de mi casa se alojase una persona sin hogar y durmiera allí todas las noches… pero después de que esta semana han sido trendingtopic los pinchos metálicos –dieciséis exactamente— que se han puesto en un portal de Londres para evitar que una persona sin hogar que dormía allí siguiera haciéndolo, sé que la llamada arquitectura defensiva me sobra cuando hablamos de seres humanos. Hacemos ciudades frías, donde las personas cada vez tienen menos espacio y, si además las personas no se adecuan a la norma, llenamos las calles de hostilidad y nos ponemos de parte de los comercios, los escaparates y lo estéticamente bonito, y ya hemos acordado, que los pobres no lo son.

Someter a los seres humanos a los mismos artificios con los que disuadimos –y/o aniquilamos— a las palomas parece como mínimo denigrante. Pero resulta que hay políticos que prefieren avalar estas soluciones y se decantan por la “preocupación” (preocupar a los demás) en lugar de la “ocupación” (ocuparse del problema), y en vez de buscar soluciones, hacen del miedo el mensaje (crueles palomas que transmiten enfermedad).

Lo más “preocupante” es que nos somos conscientes de la delgada línea que separa “la calle” de una vida “normal” y desde este lado nos aferramos a lo que tenemos y rechazamos al que pensamos que no tiene nada, sin darnos cuenta que si bien en nuestro balance acumulamos bienes materiales, nos vamos desproveyendo poco a poco de valores y principios, en aras de una sociedad de mercado donde las garantías y el estado de bienestar están en grave peligro, donde ponemos puertas acorazadas para proteger pisos vacíos, y miramos a otro lado cuando vemos que hay quien no tiene donde vivir; rescatamos bancos y desahuciamos a personas y, si terminan en la calle y molesta su presencia, proponemos inventar leyes que les alejen de nuestra realidad o al menos de nuestras retinas, expulsándolos de un sistema que, por el momento, está herido de desequilibrio.