Primero fue la ruina de las Cajas de Ahorros norteamericanas; luego hubo varios avisos serios, como el descalabro de los bonos rusos, la caída de aquellos países asiáticos que con mayor disciplina habían seguido los dictados neoliberales o la sonada quiebra de un fondo de inversión de gran envergadura, que puso todo el sistema financiero mundial en peligro. Ni siquiera el dramático estallido de la burbuja informática, que al comenzar el nuevo milenio envió a las bolsas de valores al infierno, sirvió para alertar a nadie ni tampoco se extrajeron consecuencias de la persistente postración de la economía japonesa, tras su crac inmobiliario de los primeros noventas. Esta cadena de despropósitos a la hora de evaluar el riesgo, llevó a la explosión de la madre de todas las burbujas: la de crédito, en otoño de 2008 y aquí estamos, justo saliendo de la UVI y con respiración artificial. Lo inaudito es que las curas de orden fiscal y monetario que se nos aplican ahora mismo, no son justas ni adecuadas y harían las delicias del neoconservador más reaccionario, aparte de encajar con un ideario económico probadamente obsoleto, que nos ha llevado hasta aquí; eso sí, acompañado por unas deficiencias propias que nos hacían muy frágiles.

Por ejemplo; habida cuenta de que pertenecemos a un área monetaria que quiere ser óptima y que por ello no tenemos soberanía monetaria ni apenas fiscal, debiéramos disfrutar de un tipo de cambio mucho menor (en la actualidad muy sobrevalorado), que mitigase el duro ajuste económico al disminuir nuestra dependencia del ahorro exterior, a base de exportar más e importar menos. Además, como en una zona monetaria se comparte la divisa, es tan pernicioso un gran déficit exterior como un superávit elevado, siempre que el país deficitario lo sea porque está embarcado en un proceso de inversión. En ese caso, el país con superávit debería incrementar su demanda interna y/o invertir directamente más en el deficitario, mientras que este último haría lo opuesto. Sin embargo, esta simetría no se contempla en las pautas sancionadoras de la eurozona, que están claramente sesgadas hacia la acumulación de reservas exteriores. Finalmente, exigir un ahorro público draconiano, mientras que las familias aumentan el suyo y soportan unas deudas enormes en un contexto laboral precario, lleva al paro masivo, al subconsumo, a la destrucción de la riqueza social (sanidad, educación e infraestructuras) y al estancamiento económico; y más, si el doble ajuste se acompaña de una política monetaria no expansiva, como es el caso.

La gravedad de estos tres aspectos solamente es ya tal, que no se entiende el papanatismo de algunos economistas españoles a la hora de exigir por todos los medios una mínima racionalidad político-económica, que dé sentido a nuestra cesión ya casi absoluta de soberanía a una Unión Monetaria, cada vez más alejada de nuestras cuitas y cuyas normas de gobierno económico denotan un déficit democrático espectacular.