Este modelo elitista, donde la baja participación la asocian a satisfacción con el funcionamiento del sistema político y donde los políticos tienen gran autonomía, ha quedado desfasado. ¿Por qué? Porque la democracia es algo más que un método para elegir y autorizar gobiernos, y un cierto tipo de estructura institucional para llegar a las decisiones políticas; porque es algo más que un proceso de selección de líderes entre dos o más grupos autoelegidos de políticos dentro de sus partidos políticos; porque la apatía política es un problema de deslegitimación democrática; y porque entre otras cosas, en sociedades tan cambiantes como las actuales no se puede ignorar la importancia de los agentes sociales, movimientos vecinales…
Hay que ir hacia un modelo democrático de mayor participación para superar las limitaciones de la representación. La apatía y la escasa participación no son fruto de estar de acuerdo con el funcionamiento del sistema político, sino de todo lo contrario. La insatisfacción lleva a un alejamiento de los ciudadanos, que trae como consecuencia que una minoría sea al final la que determine la agenda. Hay que pasar de un modelo donde la política es una actividad de especialistas y expertos, a la política de los ciudadanos, donde son protagonistas en la toma de decisiones.
La deliberación publica y la decisión fortalecerán la sociedad y, al mismo tiempo, formarán ciudadanos más implicados en el bienestar colectivo. Se superará de esta manera un grave problema que se produce actualmente: las clases sociales más pudientes, la clase coloquialmente conocida como alta, muestra un interés sobre las cuestiones políticas muy superior al resto, y participan más que la clase trabajadora, lo que provoca que acumulen mayor poder del que ya tienen al terminar definiendo la agenda.
En sentido contrario, los colectivos sociales que más necesitan de la política y la acción de las Administraciones Públicas son a su vez los que están más alejados de la participación. No existe una conciencia colectiva por mejorar sus condiciones vitales como se dio en otras etapas de la historia y que dio lugar al movimiento obrero y a las conquistas políticas, sociales y económicas. Lejos de eso, hay un escepticismo hacia la política y las instituciones democráticas que va en aumento y que favorece la exclusión de amplias capas de la población y el aumento de poder de las elites económicas. Sus necesidades, sus reivindicaciones y su anhelo de mejoras no están en la agenda política al faltar presión ciudadana colectiva y organizaciones que encaucen estas reivindicaciones y la participación electoral.
Esta realidad es aprovechada por la minoría que sí se preocupa por la política y que sí participa para imponer democráticamente su agenda, sus prioridades y sus necesidades a una sociedad que cada vez cuestiona más la democracia representativa, pero no hace nada, no se activa para cambiarla y mejorarla. La crítica y el escepticismo les lleva a la apatía y no a la acción, aunque el caldo de cultivo para movimientos radicales de cambio está en una sociedad que cada vez es más dual.
La agenda debe ser definida por el debate y la decisión de los ciudadanos, porque dejar a las elites sociales, económicas y políticas la definición y el ajuste de la agenda es una abdicación de los derechos y de las responsabilidades que tenemos como ciudadanos. La agenda diseña y define los planes para mejorar la sociedad bajo los valores de libertad, justicia e igualdad o para mejorar la situación privilegiada de aquellas minorías que sí participan. Por tanto, hay que elegir y tener claro que los intereses particulares tienen que ser tenidos en cuenta y pueden sumarse, pero el interés general que surge de la participación de los ciudadanos es algo más que los números no pueden ni medir ni certificar.