El maestro indiscutible en el arte de usar trucos cinematográficos fue Alfred Hitchcock, al que se debe, entre otras cosas, el invento del “macguffin”, algo que, para mayor suspense, el genial director nunca quiso explicar en qué consistía exactamente. Cuando se le preguntaba sobre este truco solía contar una historia: «Dos viajeros coinciden en un tres inglés –explicaba–. Uno le pregunta al otro: “Perdone señor, pero, ¿qué es ese paquete de curioso aspecto que lleva encima de la cabeza?” “¡Ah, es un macguffin!” –responde el otro–. “¿Y para qué sirve eso?” –inquiere curioso el primero–. “Sirve para atrapar leones en las montañas de Escocia”. “Pero, si no hay leones en las montañas de Escocia”. “Entonces, no hay macguffin” –concluye el viajero–».

En el caso de Hitchcock es evidente que se trataba de una broma que le permitía generar mayor suspense y que atraía temporalmente la atención del espectador hacia un hecho o una imagen que durante unos segundos o minutos le apartaba del hilo central, suscitándole inquietudes adicionales o haciéndole preguntarse qué podía pasar, o qué nuevo riesgo acabaría apareciendo. De esta manera, en las películas de Hitchcock se acabó estableciendo una cierta complicidad amable con su público que, a pesar de las prevenciones, siempre se acababa siendo atrapado por algún “macguffin” que no tenía nada que ver con la trama central, a pesar de que lo aparentaba.

Sin embargo, en el mundo político actual el uso de macguffins, con los que distraer y desviar la atención de los ciudadanos sobre las cosas importantes, se ha convertido en un recurso tan recurrente y a veces tan tosco que ha terminado por aburrir. En ocasiones son los propios profesionales de los medios de comunicación social los que buscan –y recrean– “macguffins” a partir de situaciones aparentemente planas y “aburridas” –como suelen decir–.

El recurso a la “macguffiu-manía” ha llegado a tal grado que los ciudadanos hemos acabado teniendo la sensación de que los hechos y los detalles importantes nos son escamoteados, no de una manera episódica, amable y breve –como en las películas de Histchcock–, sino de una manera sistemática y permanente. Es decir, la sensación es que la estratagema de desviación se ha acabado convirtiendo en un modelo político o, según vengo sosteniendo en esta serie, en una auténtica patología.

Recientemente, Jesús Espelosín manifestaba en estas páginas su irónica extrañeza ante el hecho de que en una coyuntura como la actual, en la que habría que centrarse en debatir en torno a cómo salir de la crisis, qué políticas de recuperación habría que poner en marcha con el mayor grado de consenso y apoyo político, o cómo incentivar el empleo y cómo asegurar los suministros energéticos, en cambio en España el debate político ha estado centrado en torno a la pertinencia de colocar una “placa” en el Congreso de una persona a la que casi nadie conoce, o sobre la corrección de las tramitaciones legales de un Juez con afán de notoriedad, que no se ha cortado lo más mínimo a la hora de solicitar formalmente el certificado de defunción del anterior dictador. ¡Que macguffin más genial!.

Pero los asuntos de fondo, en este caso, no son como para hacer bromas o divertimentos y los ciudadanos tenemos el derecho a ser tratados con mayor seriedad. Y debiéramos empezar a reclamarlo con mayor énfasis.

Algunos macguffins rozan el esperpento y otros se encuentran vinculados a intereses económicos bien concretos. Esperanza Aguirre y el propio José María Aznar se sitúan más bien en el terreno del esperpento, e incluso empiezan a rozar –eso sí, sin complejos– los espacios de aquello que los anglosajones califican como “la franja lunática de la política”. La lideresa ahora arremete contra el “Che Guevara” e intenta involucrar a personas tan venerables como Pablo Iglesias y otros líderes históricos del PSOE nada menos que en un intento de pre-golpe de Estado, previo al que “sí” dio el general Franco y sus conmilitones, al tiempo que Aznar se revuelve contra los “tranquilos” de su propio partido, no se sabe si con la intención de distraer la atención sobre el intento de una compañía rusa de hacerse con Repsol, sin poner un euro, simplemente subrogándose un crédito de una empresa española con dificultades. Por cierto, el proceso de esta intencionada adquisición de enorme alcance estratégico ha estado plagado de “macguffins”, trucos y desviaciones de la atención, desde el primer “sondeo” explícito del Vicepresidente ruso hablando de una adquisición –que luego no existió– por parte de una empresa, que no era la de verdad, hasta llegar a una operación en firme –¿será la última caja china?– de una empresa que se dice que es privada, pero de la que no se sabe quién es el propietario de un misterioso fondo del 70% de las acciones, depositadas en secreto en una delegación euroasiática de un Banco en la red. ¡Esto no es sólo un macguffin, es un auténtico guión para una película de Hitchcock o de Fu Man Chu!

El problema es que hemos llegado a estar tan saturados de macguffins, desviaciones y trucos de comunicación e información que corremos el riesgo de tomarnos a broma una patología bastante seria, al tiempo que los medio-maquiavelos de nuestro tiempo están tan lanzados que parece que ya no son capaces de poner límites a unos enredos de los que no dudan en ufanarse, sintiéndose como unos magníficos profesionales.