Los líderes democráticos son parte indisoluble del conjunto de los ciudadanos que representan y son portavoces de aquello que piensan. Por eso, una de las virtudes de los líderes es la capacidad para verbalizar y traducir lo que sus conciudadanos desean y piensan.
Por el contrario, los caudillos o los monarcas absolutos imponen su criterio y dictan lo que se debe o no se debe hacer. El dirigente predemocrático tiene un poder –o un carisma– autónomo, más allá del pueblo, cuya voz no existe o no se escucha, y cuya condición no es la propia de personas iguales, sino la de súbditos, subordinados y ajenos, a los que sólo les queda la posibilidad de estar o no estar de acuerdo, y en el mejor de los casos hacer saber su criterio. ¡Eso sí, de manera no lesiva o peligrosa para el que manda!.
El modelo autoritario de poder se ha mantenido históricamente con estrategias muy precisas de justificación y de refuerzo cultural, usando fórmulas de estilo y ceremoniales que solemnizaban su lógica de autoridad. Por ejemplo, los monarcas absolutos firmaban sus mandatos y dictados bajo la fórmula de: “Yo, el Rey”.
En las democracias la forma y el fondo cambió por completo. El que hace las leyes y toma las decisiones deja de ser “el que manda” y pasa a ser “el que representa”. En las democracias, la autoridad no está “cosificada” ni encarnada de manera fija en una o varias “figuras”, sino en un pueblo soberano que actúa a través de sus representantes. Por eso, frente a la fórmula tradicional de “Yo, el Rey”, los padres fundadores de la Constitución norteamericana, por ejemplo, utilizaron la fórmula democrática de “Nosotros, el pueblo”. La diferencia, desde luego, no es pequeña, ni en el fondo, ni en la forma, porque los que firman saben que no son figuras cosificadas y autónomas, sino mandatarios delegados de un pueblo del que forman parte.
Pero la realidad es que en las sociedades de nuestro tiempo esta sana y coherente lógica democrática parece que se está debilitando o se está obviando. En varios aspectos, la dinámica de la globalización ingobernada y otras tendencias políticas están conduciendo a una autonomización y “recosificación” de los poderes, en un contexto general en el que se pueden identificar peligrosos procesos de cristalización de las elites políticas y de economización de las redes de poder. Lo cual está conduciendo a abrir delicados divorcios entre las elites y los ciudadanos medios.
La fórmula de estilo que utilizaron los poderosos Jefes de Gobierno reunidos en la –breve– Cumbre de Washington de noviembre de 2008 para encabezar su declaración fue bastante expresiva de esta deriva regresiva. Frente a la fórmula “Nosotros, el pueblo” utilizaron un rotundo “Nosotros, los líderes”, que de alguna manera retorna a esquemas de poder y autoridad cosificados y supra-ordenados, que hacen de los que “mandan” entidades propias en sí, con capacidad resolutiva diferenciada, más allá de lo que puedan pensar, querer o necesitar la mayoría de los representados, es decir, el pueblo que ahora se encuentra ausente y distanciado.
Lo curioso es que esta fórmula de estilo no ha llamado mucho la atención, de la misma manera que lo acordado en Washington apenas ha sido tomado en consideración. En realidad, ha sido una “foto” más y una “noticia” más que se ha agotado en pocos días, sin que, desde luego, lograse suscitar a corto plazo la confianza de los ciudadanos, como lo demuestran las notables bajadas de las Bolsas en los días siguientes.
¿Para qué sirven los poderes “cosificados” y “distanciados” en un mundo plagado de problemas y de incertidumbres como el actual? ¿A dónde nos pueden conducir situaciones caracterizadas por tan notables crisis de credibilidad y confianza? ¿Cómo volver a modelos de liderazgo verdaderamente democráticos? O lo que es lo mismo, ¿cómo recuperar la confianza y un grado adecuado de sintonía política?