La simbología patria cumple la función de unir e integrar a los españoles en un proyecto común. Quienes buscan la apropiación sectaria de estos símbolos y su utilización como ariete contra el adversario político están quebrando tanto su naturaleza como su eficacia.

La medida del patriotismo auténtico es hoy inversamente proporcional a los aspavientos con que se agita la bandera y el himno frente a los demás.

No obstante, tal controversia ha abierto un debate interesante. ¿Por qué, a diferencia de otras naciones de nuestro entorno, una parte significativa de la población española manifiesta aún cierto pudor ante las exhibiciones de simbología nacional?

La gran mayoría de los españoles, de una u otra ideología, nos sentimos satisfechos de pertenecer a ese espacio común para la convivencia y el desarrollo que llamamos España, que representan la Constitución y la Corona, y que simbolizan la bandera y el himno.

Tal satisfacción, orgullo incluso, no son menores de los que pueda sentir un francés, un alemán o un británico en relación a su patria. Sin embargo, las generaciones del presente en estos países no han sido testigos –y víctimas- del secuestro de la simbología nacional por parte de la derecha tramontana, para legitimar antaño una dictadura criminal y para deslegitimar hoy un legítimo Gobierno de la izquierda. En España sí.

En consecuencia, el mejor servicio que podemos hacer en la actualidad a la nación y a los nacionales consiste en honrar y respetar los símbolos de España como instrumentos de encuentro y de concordia. Aunque me temo que Zapatero llevaba razón cuando manifestaba hace escasas jornadas que “a algunos les preocupa mucho menos España que quiénes gobiernan España”.

Mucha relación con este debate tiene el abierto en torno a la futura Ley de Memoria Histórica. Si alguna vez existieron dudas en torno a su conveniencia o pertinencia, se han evaporado al calor de algunas de las reacciones.

Durante los últimos días hemos podido escuchar, entre otros, los siguientes comentarios. José Ignacio Wert en la cadena SER decía que “todos saben que la República fue un régimen fallido” y “en ambos bandos de la guerra civil había buenos y malos”. Al tiempo, Perdro J. Ramírez en la cadena COPE mantenía congruentemente que la Ley de Memoria Histórica “deforma los hechos” porque “el franquismo fue una respuesta a los excesos, abusos y crímenes de la Segunda República”.

Al comienzo de la legislatura, algunos mantenían reticencias ante esta norma aduciendo problemas funcionales en la Justicia a partir de la posible anulación de sentencias franquistas. Otros anticipaban expectativas económicas difíciles de satisfacer entre las víctimas. Sin embargo, como demuestran los comentarios antes citados, las críticas más duras contra la ley han tenido un cariz y un calado sustancialmente distinto.

Los críticos evitan cuestionar cualquiera de las medidas de reparación moral y económica para las víctimas de la guerra civil y el franquismo que establece la ley. Wert y Ramírez obvian el contenido del texto negociado en las Cortes, y dedican sus argumentos a intentar camuflar los orígenes de la derecha española a partir de un revisionismo histórico depurado.

Equiparar la legitimidad y el comportamiento de los dos bandos de la guerra civil, además de una falsedad histórica, es un insulto a todos los demócratas con memoria de este país. Como lo es también igualar ante la historia el régimen constitucional republicano con la dictadura criminal del general Franco.

Descalificar a la República por algunos de los desmanes que se cometieron durante su vigencia equivaldría a descalificar el vigente régimen constitucional por los asesinatos de ETA. Y tratar de justificar el alzamiento del 18 de julio y cuarenta años de secuestro de las libertades y los derechos humanos, como una “respuesta” a los abusos cometidos en el marco republicano dice bien poco del vigor de las convicciones democráticas en algunos protagonistas del debate público español.

Aún antes de aprobarse, la Ley de Memoria Histórica ya ha demostrado dos cosas. Una: tras 30 años de Constitución y libertades, la derecha española aún se muestra incapaz de romper con lo más turbio de su pasado. Y dos: sin crispación, sin revanchismos, es de justicia que las víctimas de la guerra y del franquismo reciban el reconocimiento que merecen, y que algunos pretenden negarles, para su honor y su dignidad.