Fue, entonces, cuando se llegó a conocer la existencia de una clase dirigente (nomenklatura) con grandes privilegios que contrastaba con la difícil situación de la población.

El resultado ya es historia, ni el glasnost ni la perestroika fueron suficientes para salvar el sistema comunista: el muro de Berlín cayó, gran parte de la nomenklatura tuvo que reciclarse, el pensamiento se unificó y la historia se acabó.

Hoy en Occidente se está reclamando una perestroika que salve el sistema capitalista y, de momento, un poco de glasnost para que pueda conocerse con la mayor precisión posible la localización y tamaño de los activos que han intoxicado el sistema financiero internacional, es decir, de las cosas que se han adquirido con el dinero prestado por los Bancos y que no valen lo que se suponía que iban a valer.

De momento, ese glasnost nos está haciendo fijar la atención sobre una nomenklatura de altos ejecutivos con privilegios blindados y que están, sobre los ciudadanos normales, a la altura a la que vuelan sus aviones privados. En algún país se reclama que sean oriundos, aunque lo que habría que pedir es que fueran austeros.

Hay que esperar que al sistema capitalista ambas medicinas, glasnost y perestroika, le sienten mejor que lo que le sentaron al sistema comunista y hay quien piensa, yo también quiero pensarlo, que nuestro organismo occidental está mejor preparado que lo estaba el soviético, para admitir la transparencia y la reforma.

Pero no es fácil digerir ambos medicamentos. Respecto de la transparencia, y parafraseando la célebre sentencia, con muchas inversiones hechas con el dinero de los impositores de los bancos, pasa como con las salchichas: que si se supiera como se hacen, no se las comería nadie. Por consiguiente, no hay que estar muy seguro de que televisar las sesiones de los Consejos de Administración de los bancos o de sus comités de riesgo sea beneficioso para incrementar los niveles de confianza en el sistema. Habría que estar mas seguro de que, si fuera más beneficioso, ya se estarían televisando.

La complejidad del propio funcionamiento de la economía tampoco facilita su comprensión: resulta difícil de entender, por ejemplo, que circule la noticia de que la licitación pública ha bajado este año mas de un tercio en España, mientras el Gobierno anuncia constantemente planes de incentivación económica.

En cuanto a las reformas necesarias, sólo hay consenso en que hay que hacerlas. La falta de autoridades supranacionales que apliquen un conjunto de normas internacionales suficientes, lo que antes se llamaba Estado y ahora se llama gobernanza, crea la paradoja de que la crisis global de la economía globalizada solo puede resolverse con medidas locales en cada país. Donde sigue habiendo Estado en lugar de gobernanza. Eso crea otra paradoja: la aplicación de medidas nacionales a empresas multinacionales con la necesidad de intervenir en sectores estratégicos y de atender, al mismo tiempo, a la opinión pública. Es el caso de Alemania con la Opel, filial de la General Motors, de Argentina con Aerolíneas Argentinas, filial de Marsans, o de España con Repsol.

Claro que tampoco son pequeñas las paradojas de compaginar la austeridad de los consumidores con la necesidad de que el consumo siga siendo un motor económico, la de que un Estado con menores ingresos aumente su inversión o la de que unas entidades bancarias que requieren ayudas públicas anuncien grandes beneficios con objeto de demostrar solvencia.

Y, sin embargo, a pesar de todas esas contradicciones, hay que confiar en el funcionamiento de los ciclos económicos para esperar el final de esta crisis. Porque, si no, deberíamos pensar en que estamos en otro recodo de la historia. Uno de esos momentos en los que, a partir de entonces, las cosas son de otro modo.

De momento, ya ha caído un muro: el del Estado indeseable por intervencionista. No hay sector económico que no esté reclamando la intervención salvadora del dinero público bien sea para venderle mas bienes de los que normalmente consume, para que se haga cargo de activos mas o menos tóxicos o, directamente, para que se haga cargo de las empresas. Aunque para ello tengan que caer otros muros como los de la maldad de los impuestos o la de la deuda pública. Esperemos que, de momento, nadie vuelva a proponer incluir en la Constitución norteamericana la prohibición de que haya déficit público.