El Código Penal es una de las leyes más importantes que puede aprobar un Parlamento democrático. Es el Código que – con los únicos límites que se derivan de su necesaria subordinación a la Constitución-determina el alcance del “ius puniendi” del Estado, al tipificar las conductas consideradas delictivas y fijar las penas correspondientes. Por su relevancia política y social, su aprobación debería suscitar el mayor consenso político. Lamentablemente no es eso lo que ocurrió en el Pleno del Congreso del pasado 21 de enero. Ese día, la mayor reforma del Código Penal desde 2010 salió adelante (falta únicamente ser aprobada en el Senado) con los únicos votos a favor del PP (y UPN). El resto de fuerzas políticas mostró su rechazo radical al proyecto de ley. La situación no es nueva. En 2010, la anterior reforma salió adelante a pesar del contundente rechazo de todos los diputados del PP que, entonces, estaba en minoría. La falta de voluntad política para alumbrar un consenso sobre el Código Penal es expresión del elevado grado de sectarismo que padece la política española. Un país no puede someter materias tan sensibles como esta, o la legislación educativa por citar otro ejemplo significativo, a reformas y contrareformas sin fin. Sobre estas materias es preciso alcanzar pactos que garanticen una cierta continuidad de las leyes penales, educativas y otras.

La Constitución establece que las materias políticamente más sensibles –como es el caso que nos ocupa, el Código Penal- deben ser reguladas por Ley Orgánica. Estas leyes, a diferencia de las ordinarias que pueden salir adelante con la mayoría simple de votos a favor, requieren ser aprobadas por mayoría absoluta del Congreso de los Diputados (176 votos). Lamentablemente, se trata de una garantía que no opera en los casos en que un solo partido –como ocurre en la actual legislatura- goza ya de esa mayoría. Ello pone de manifiesto la conveniencia de que, en una futura reforma constitucional -como ha advertido Javier García Fernández en estas mismas páginas- se eleve el listón necesario para aprobar estas leyes hasta los tres quintos (es decir 210 diputados).

En todo caso, en los debates sobre el nuevo Código penal, el inmovilismo del Gobierno en sus posiciones ha hecho imposible el acuerdo. El principal escollo para el acuerdo, tanto hoy como hace cinco años, ha sido la denominada “pena de prisión permanente revisable”. El PP se opuso a la reforma de 2010 básicamente por la no inclusión de esta nueva pena que hoy rechazan el resto de partidos. A pesar de que, en nombre del populismo penal, se presenta como un endurecimiento del Código Penal, realmente la prisión permanente revisable se configura como una pena más leve que la actualmente existente pena máxima de 40 años, que no admite revisión previa. Con el Código vigente, una persona puede permanecer en la cárcel 40 años. En ese sentido se afirma, con razón, que nuestro Código es de los más duros de Europa y que, por ello, cualquier medida consistente en incluir penas más graves carece de sentido. Resulta por ello lamentable que esta sea una de las razones fundamentales que han impedido un amplio acuerdo sobre la reforma penal. En definitiva, aun siendo constitucionalmente legítima (la pena de prisión permanente revisable existe en numerosos ordenamientos europeos y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado que es conforme con el Convenio Europeo; además en la medida en que incluye la posibilidad de revisión de la pena a los 25 años es también compatible con la función resocializadora de la pena a la que se refiere la Constitución), la prisión permanente revisable es una pena absolutamente innecesaria y carente de justificación. El Gobierno se ha aferrado a ella únicamente por enarbolar un populismo penal que pueda resultar electoralmente rentable. Y es que desde ciertos sectores se reclaman siempre penas más duras, aunque la existente (40 años) es más dura aun que la permanente revisable a los 25 años. Se trata de reclamaciones que carecen de justificación en la medida en que, afortunadamente, España es uno de los países más seguros del mundo y donde los niveles de delincuencia son más bajos. Un indicador del que podemos estar orgullosos. Y ello a pesar de la gravedad de la crisis económica y social que padecemos.

La reforma incluye algunos aspectos positivos como el establecimiento de nuevos tipos delictivos como la divulgación no autorizada de imágenes o grabaciones íntimas obtenidas con la anuencia de la persona afectada. Se trata de una conducta vulneradora de derechos fundamentales que carecía hasta el momento de reproche penal. La introducción de nuevos tipos penales relativos a conductas racistas y xenófobas adapta el Código Penal –con retraso- a una importante Decisión Marco europea sobre la materia y merece también una valoración positiva. Pero al margen de ello, gran parte de las modificaciones tienden a agravar las penas y a ampliar el campo de los delitos contra el orden público. Todos los expertos que comparecieron en el Congreso rechazaron estos cambios.

En todo caso, donde la reforma resulta claramente insuficiente es en los aspectos relativos a la lucha contra la corrupción. En este ámbito se viene insistiendo en la necesidad de establecer dos nuevos tipos penales: “la financiación ilegal de partidos” y “el enriquecimiento injustificado de funcionario o cargo público”. En relación con el primero, es cierto que, por fin, se considera delito financiar ilegalmente a un partido, pero la exigencia de que la cuantía de la donación ilegal ascienda a medio millón de euros, le priva de cualquier eficacia puesto que los numerosos y graves casos de financiación ilegal que conocemos no llegan nunca a esa suma. Y, en relación con el segundo, el delito de enriquecimiento injustificado no se incluye. El Partido Popular rechazó expresamente –y sin aportar ningún argumento convincente- la creación de este tipo penal. Sin este tipo penal seguirá siendo tarea difícil, lenta y compleja perseguir penalmente a quienes sigan la senda de Bárcenas, Pujol y tantos otros cargos públicos que han experimentado incrementos patrimoniales que no pueden ser explicados. La introducción de este tipo delictivo sería un instrumento muy eficaz en la lucha contra la corrupción. La pena de prisión atribuida al mismo podría variar en función de la cuantía del enriquecimiento para ser respetuosa con el principio de proporcionalidad.

La reforma tampoco establece ningún tipo de límites a la potestad del Gobierno de conceder indultos. No establece límites procedimentales, puesto que se sigue permitiendo que el Gobierno conceda el indulto sin que lo pida el Tribunal sentenciador; y tampoco límites materiales, puesto que puede indultar a condenados por cualquier tipo de delitos. El único –e irrelevante- cambio introducido en la materia es la obligación del Gobierno de informar a las Cortes cada seis meses de los indultos concedidos.

En definitiva, se ha desaprovechado una vez más la oportunidad de debatir con rigor y con sentido sobre el Código Penal. El resultado será el alumbramiento de un Código de vida efímera puesto que en cuanto el Partido Popular pierda la mayoría absoluta, los partidos que
hoy lo rechazan lo derogarán.