Aunque estamos ante un documento de amplio contenido –aspectos como la culminación de la separación de fuentes de financiación del sistema, la reforma en las pensiones de viudedad y orfandad, el papel de la previsión social complementaria, las prestaciones por incapacidad laboral o el propio diseño organizativo de la administración de la Seguridad Social son abordados en la propuesta-, la atención pública se ha centrado, con razón, en el planteamiento de ampliación de la edad de jubilación.
Tras un proceso de adaptación paulatina, cuya duración no se concreta en el texto, la edad legal de acceso ordinario a la pensión de jubilación pasaría desde los 65 a los 67 años. Este es, con gran diferencia, el ámbito sobre el que el texto ofrece un mayor grado de concreción y –aunque con posterioridad el gobierno ha precisado que se trata de una propuesta abierta, sometida a la discusión en el ámbito parlamentario y en el proceso de diálogo social que debe abrirse- es aquí donde reside el principal defecto de la propuesta.
En mi opinión, como luego veremos, es perfectamente posible defender el alargamiento de la edad de jubilación como una de las opciones de consolidación a largo plazo del modelo público de pensiones. Pero si se quiere avanzar en reformas que tengan un amplio grado de respaldo político y social –ese es precisamente el éxito del camino recorrido en el sistema español de pensiones durante las dos últimas décadas- hubiera sido mejor adelantar un texto abierto que orientara la discusión y que avanzara en el perfil de las reformas requeridas. No resulta casual que este tipo de documentos, cuando sirven de antesala de un proceso de concertación social –o de debate político-, acostumbren a situarse a mitad de camino entre las preferencias de los gobiernos, habitualmente más proclives a la concreción de las medidas, y las de los interlocutores sociales, que prefieren que los resultados sean obtenidos y articulados en el ámbito propio del diálogo.
En lo esencial, el equilibrio a largo plazo de los sistemas públicos de pensiones reside en su capacidad de adaptación a un conjunto de cambios que están ya alterando de forma crucial la configuración de las sociedades avanzadas. Es cierto que, más allá de las catastrofistas previsiones de aquellos que deseaban, y todavía persiguen, su desaparición, las pensiones públicas están mostrando una gran capacidad de respuesta incluso en tiempos de crisis. En el caso español no está de más recordar que en lugar de registrar una preocupante cercanía a la quiebra financiera –como pronosticaban buena parte de las previsiones realizadas durante los primeros años 90 del pasado siglo-, la Seguridad Social ha logrado cerrar sus cuentas de 2009 con un significativo excedente, en el contexto de la peor crisis que la economía española haya sufrido en décadas, y acumular un fondo de reserva que supone ya alrededor del 6% de su PIB.
Muchos pronosticaron que solo los sistemas privados resistirían. Hoy sabemos que muy pocos han logrado presentar rendimientos positivos durante el transcurso de los veinte últimos años: las pérdidas durante las crisis han sido de tal magnitud que han llegado a anular las ganancias obtenidas durante los años de auge (ello sin contar los gastos y comisiones cargados sobre los asegurados, que convierten en marginales aquellos en que incurren las administraciones de la Seguridad Social, o los importantes estímulos fiscales soportados de forma regresiva por el conjunto de los contribuyentes). Puede que, como tantas otras, esta lección termine siendo olvidada, pero ya hemos aprendido que los modelos privados no son, ni mucho menos, una alternativa superior a los modelos de pensiones de carácter contributivo y universal.
Sabemos que no hay futuro al margen de los grandes sistemas públicos de protección social. Pero también debemos saber que, si su diseño no se adapta al reto del aumento sustancial de la duración de la vida humana experimentado a lo largo de los últimos años, y el esperado durante las próximas décadas; si nuestros sistemas no reaccionan a una realidad social caracterizada por niveles de fecundidad que difícilmente recuperarán tasas superiores a las de reposición de la población (2,1 hijos por mujer); si no somos capaces de apreciar que el futuro no puede venir de la mano del impulso de políticas de corte natalista en un mundo superpoblado; si la incorporación al empleo no alcanza a la mayor parte de la población en edad de trabajar -para lo que es imprescindible dotar a nuestro modelo de un sistema de atención educativa y cuidado infantil de calidad, desde el primer año de nacimiento de nuestros hijos, del que todavía carecemos en España-; si no incorporamos a nuestra forma de prevenir el futuro –esto y no otra cosa es un sistema de pensiones- el hecho de que dentro de 40 años viviremos, con un muy alto grado de probabilidad, en una sociedad que tendrá el doble de población mayor de 64 años que la hoy existente; si, en fin, no tenemos en cuenta que, además, es también probable que no aumente la población en edad de trabajar que hoy tenemos (de hecho, las proyecciones a largo plazo del INE plantean una disminución respecto a la población actual), entonces seguramente estaremos firmando el acta de defunción a plazo de uno de los más bellos símbolos del progreso humano.
De forma intuitiva, podríamos inicialmente deducir que la respuesta a estos problemas reside en el aumento de la productividad. Esta es, por supuesto, una condición necesaria para mantener y mejorar nuestros niveles de vida. Pero no es una condición suficiente para sostener nuestros sistemas públicos de pensiones, porque las ganancias de productividad se trasladan a los salarios -y no hay ninguna razón para pensar que no deba ser así- y a través de ellos a la cuantía de las pensiones.
En el cuadro adjunto he resumido una proyección estimada del gasto en pensiones como porcentaje del PIB en España. Esta es la forma en que los economistas suelen presentar sus proyecciones a largo plazo y también es el modo en que lo hacen las estimaciones realizadas por la Comisión Europea. No es demasiado complejo interpretar los supuestos y sus resultados.
Si partimos de la situación actual, en 2010 España gastará aproximadamente el 8,7 % de su PIB en pensiones. El número de pensiones es de alrededor de 8,6 millones y su relación con la productividad media del trabajo es de casi 19%. A partir de estos datos el escenario incorpora una estimación de lo que ocurriría en 2025 y 2049 si se cumplen las proyecciones de población a medio plazo realizadas por INE el pasado año. La esperanza media de vida a partir de los 65 años crece en 4 años –desde los casi 20 años actuales hasta 24 años en 2049- y, pese a una progresiva elevación en la tasa de fecundidad -hasta alcanzar un nivel equivalente a 1,71 hijos por mujer en 2048- se produce un enorme aumento de la población mayor de 64 años que llega a duplicarse. En 2025 España gastaría en pensiones el 9,6% de su PIB, una cifra todavía manejable (muy similar a la que se estima serán los ingresos por cotizaciones en dicho año) y alrededor del 15,4% del PIB en 2049, un nivel ya muy significativo que superaría en casi 5 puntos de PIB el volumen de ingresos del sistema procedente de las cotizaciones sociales.
No es necesario, por supuesto, convertir en dogma de fe este tipo de previsiones. Sus resultados son muy similares a los que la Comisión Europea establece para España, aunque es cierto que resulta difícil de asumir que España tenga dentro de 40 años un nivel de empleo inferior al estimado para 2025 y solo 2 millones superior al actual -y eso que para entonces las tasas de empleo en España deberían ser similares a las que hoy presentan los países del Norte de Europa-.
Pero lo que resulta muy probable es el aumento sostenido de la población mayor de 64 años. Si ésta alcanzara dentro de 40 años un nivel de alrededor de 15,3 millones de personas, para mantener un índice de dependencia similar al actual (en torno al 25%, es decir un jubilado por cada cuatro personas en edad de trabajar) sería necesario que la población en edad de trabajar fuera de 60 millones de personas. No es necesario insistir demasiado en la inviabilidad social y económica de este hipotético escenario: dadas nuestras tasas de fecundidad esperadas, ello exigiría que algo más de la mitad de la población total española procediera de la inmigración y, además, que España alcanzara en 2049 una población total superior a los 85 millones de personas.
En estas condiciones lo mejor es pensar que el gasto en pensiones aumentará de forma muy significativa a partir de 2025 y prepararse para ello. No sería en absoluto irreal una previsión que hacia la mitad de siglo estimara un nivel de gasto en pensiones situado en una banda de entre el 12,5 y el 15,5% respecto del PIB. Si no fuera porque las previsiones de gasto en otras importantes funciones –como la sanidad, la atención a las personas mayores dependientes y el cuidado y la educación infantiles- podrían añadir durante las próximas décadas alrededor de otros 4 o 5 puntos de gasto en proporción al PIB, no debería haber graves dificultades en emplear dentro de 40 años una porción del PIB destinada a las pensiones similar a la que hoy ya están gastando países como Italia, Alemania o Francia. Al fin y al cabo, uno de los factores que explica nuestro menor gasto social con respecto a estos países es que España gasta mucho menos que ellos en pensiones (de ahí que no dejen de resultar ocurrentes, por no decir desatinadas, algunas afirmaciones como aquellas que destacan que España no ha hecho todavía sus deberes en este ámbito a diferencia de países más “aplicados” como Italia o Alemania).
Dentro de 40 años, manteniendo constante la proporción actual (en torno al 19 %) entre el importe de la pensión media y la productividad del trabajo, la cuantía de la pensión media en euros de 2010 sería un 60% superior a la actual. Esto debe permitir hacer ajustes en el diseño actual sin que se deteriore el nivel de vida de los futuros pensionistas. La propuesta del gobierno se ha centrado en el alargamiento de la edad de jubilación pero no debería descartarse una combinación de medidas que permitiera una aproximación más amplia, gradual y flexible a las condiciones de equilibrio a largo plazo, teniendo en cuenta que los problemas financieros en ausencia de cambios en el diseño del sistema –si la crisis no golpea adicionalmente nuestro deteriorado nivel de empleo- comenzarían a partir de 2025 aproximadamente y alcanzarían el pico a mediados de siglo. Junto a ello no puede dejar de contemplarse una forma de tratamiento de aquellas profesiones u ocupaciones en las que no resulta razonable, y ocasionaría otros importantes costes sociales derivados de la peligrosidad o la penosidad del trabajo, prolongar la edad de jubilación.
Pero además, las reformas no solo deben contemplar la reducción del gasto en el futuro, sino el aumento de los ingresos, haciendo que los impuestos participen más en la financiación de un sistema que, como el nuestro, no podrá descansar –y no es bueno que descanse si su gastos aumentan tanto como puede esperarse- exclusivamente en las cotizaciones sociales. En el medio y largo plazo, lo que no tendrá sentido, si actuamos desde el rigor, es reducir impuestos. Solo las posiciones más fundamentalistas y extremas siguen planteando, contra toda evidencia, la reducción de los ingresos tributarios (aunque ni siquiera en Alemania han podido imponerse pese a formar parte del gobierno de coalición germano). Ello es así porque, entre otras cosas, en el ámbito de la financiación y la provisión de los servicios generados por el estado de bienestar, el mercado no solo no genera más equidad sino que también suele resultar más ineficiente.
Notas:
1. INE. Proyecciones de población a largo plazo. Cifras en miles
2. INE. Proyecciones de población a largo plazo. Cifras en miles
3. Relación (2)/(1)
4. Para 2010 Estimación población ocupada (EPA). Crecimiento medio anual de 1% (periodo 2010-2049) y -0,2% (periodo 2025-2049). Cifras en miles.
5. Relación (4)/(1)
6. Para 2010 Estimación propia basada en datos del Informe Económico Financiero de la Seguridad Social. Periodo 2010-2049, (7) x (2). Cifras en miles.
7. Relación (6)/(2)
8. Para 2010 (M. Trabajo. BEL). Periodo 2010-2049, (10) x (11). Cifras en miles
9. Para 2010 (Escenario macroeconómico 2008-2010, M. Economía, Periodo 20010-2049, (4)*(10), que refleja un crecimiento medio anual de 2% (periodo 2002-2025) y de 1,1% (periodo 2025-2050). Cifras en millones de euros de 2010.
10. Para 2010, (9)/(4). Crecimiento medio anual de 1% para el periodo 2010-2025 y del 1,3% para el periodo 2025-2049. Cifras en euros de 2010
11. Relación (8)/(10)
12. Resultado en % de (3) x (1)/(5) x (7) x (11). Cifras en millones de euros de 2010