En estos días proliferan los análisis locales y coyunturales para explicar la desafección ciudadana. Sin duda, la decepción por la falta de respuestas eficaces a la crisis económica, junto a los comportamientos corruptos de algunos responsables públicos, o la falta general de alternativas estimulantes, son factores que han podido coadyuvar a alimentar la pulsión abstencionista.
Sin embargo, este impulso viene alimentándose desde hace tiempo con una motivación de fondo que poco tiene que ver con razones de índole simplemente local o coyuntural. Cada vez son más los ciudadanos europeos que comprueban la aparente incapacidad de la política democrática para hacer valer los principios, los objetivos y las decisiones que cuentan con un claro respaldo popular mayoritario. En otras palabras, muchos ciudadanos se quedan en casa a la hora de las votaciones tras constatar el retroceso del poder democrático frente a otros poderes, sean de índole financiero, mediático o burocrático.
La primera constatación nos llega desde el otro lado del Atlántico. Una gran mayoría de europeos hemos celebrado el triunfo de Obama en el avance hacia un modelo de prestación sanitaria más justo y eficiente. No obstante, a todos nos ha llamado poderosamente la atención la extraordinaria dureza de la batalla y lo pírrico de la victoria respecto a las intenciones iniciales del mandatario americano.
Un objetivo tan loable como la universalización del servicio sanitario, que contaba con más de un 60% de apoyo popular, ha debido quedarse en algo positivo pero mucho menos ambicioso como consecuencia de una campaña brutal contra el Gobierno estadounidense, orquestada y financiada desde poderes financieros e industriales. El hecho resulta aún más llamativo por cuanto Obama es hoy a los ojos de todo el mundo el mandatario democrático más poderoso del mundo. ¡Y ni tan siquiera ha podido mantener su promesa electoral más relevante!
Salvando todas las distancias geográficas y conceptuales, algo parecido está ocurriendo respecto a la regulación de los mercados financieros. Desde el estallido de la burbuja financiera no hay discurso público que no reivindique una regulación estricta que prevenga nuevas crisis y que proteja la economía real de la acción incontrolada de unos cuantos especuladores codiciosos. Hubo un momento en el que los grandes líderes democráticos hablaban claramente de nuevas imposiciones coordinadas sobre las transacciones financieras internacionales.
Los otrora románticos defensores de la “tasa Tobin” creían estar soñando. Y probablemente estaban soñando, porque todos aquellos discursos y todas aquellas buenas intenciones se han quedado en agua de borrajas, a pesar del evidente respaldo ciudadano de que siempre han disfrutado. A los ojos de todos los ciudadanos, una vez más, los poderes opacos que representan intereses parciales parecen haberse impuesto sobre la voluntad democrática y el interés de la mayoría.
La lucha contra el cambio climático constituye un ejemplo resaltable también sobre la perenne contradicción entre la voluntad de progreso de la mayoría y la resistencia triunfante de los poderes no democráticos. Los electores con más sensibilidad ambientalista podrán pensar legítimamente, “¿de qué sirve votar a unos representantes para que defiendan el medio ambiente si, aún siendo mayoría, se muestran impotentes ante quienes manejan los grandes entramados económicos, financieros y energéticos?”
Este último argumento nos conduce a otro factor disuasorio para la participación democrática: la constante referencia de los responsables públicos a “Europa” o a “Bruselas” para justificar las medidas de explicación más comprometida y para eludir las responsabilidades propias. Da igual que se trate de un impuesto, del recorte de una subvención o del ajuste de empleo en una fábrica. Todos nos ponemos de acuerdo para “culpar” a Bruselas. El efecto es doblemente pernicioso: por una parte demonizamos a las instituciones europeas, llamadas precisamente a atender los problemas globales mediante medidas de alcance global; y, por otra parte, proporcionamos un nuevo argumento a aquellos que más dudan sobre la capacidad real de los políticos más próximos para resolver problema alguno.
Y a todo esto llega el Presidente del Banco de España para enmendar la plana al programa progresista que ganó las elecciones, y para proponer como ortodoxia inexorable las recetas caducas de aquellos que las perdieron. Se trata de la misma burocracia intolerante que considera “im-po-si-ble” recuperar la banca pública en nuestro país, en un momento crítico en el que la fluidez del crédito, vital para la mayoría, no puede depender del cálculo mercantil de un par de consejos de administración.
Para convencer a los ciudadanos de que merece la pena ejercer el derecho al voto es preciso reforzar la legitimidad de los poderes democráticos.
En democracia, el poder se ejerce desde la ley, el diálogo y el respeto a todas las opiniones y a todos los intereses. Pero en democracia, el poder democrático debe imponerse sobre todos los demás poderes. Porque si no ocurre así, el voto no vale ni el papel en el que se ejerce.