Se trata de un documento que seguramente haya cambiado bastante cuando se apruebe definitivamente pero ya se pueden ir destacando sus aportaciones más relevantes y polémicas.
Son muchas las ideas nuevas que aporta este documento y los giros unas veces sutiles y otros más explícitos que da en las coordenadas en las que hasta ahora ha ido encajando la acción política del Partido Socialista.
Sin embargo, aquí voy a referirme brevemente sólo a un concepto relativamente novedoso en el lenguaje político de la socialdemocracia y que se incorpora como uno de los grandes ejes de la política social y económica: el de Estado dinamizador. Un término de gran calado que se viene defendiendo desde un cierto liberalismo que no se atreve a reconocerse claramente como tal y que España está representado, entre otros, por el actual Ministro de Industria Miguel Sebastián.
Preguntado éste último en una entrevista en “El País” (21-09-2003) sobre si confiaba en el intervencionismo público respondía: “En absoluto. Soy defensor de esa idea de los demócratas estadounidenses de Estado dinamizador frente a Estado del bienestar o asegurador. El poder público debe tener un papel de promotor o corrector”.
Se trata, pues, como incluso como en esa sucinta declaración resulta evidente, de un concepto de gran trascendencia porque supone modificar la concepción del Estado que ha dado sentido a la socialdemocracia en los últimos decenios.
No me cabe la menor duda de que si hay algo sobre lo que se necesita reflexionar constantemente es el papel del Estado en la vida económica y social. Y mucho más hoy día, cuando los fallos del mercado se hacen más manifiestos y dañinos, cuando las carencias sociales siguen siendo tan dolorosas y cuando se fortalece tanto la deriva especulativa y asimétrica de la globalización neoliberal en la que vivimos. Y también, por qué no decirlo, cuando son al mismo tiempo tan evidentes los fallos del propio Estado, sus connivencias perversas, su insuficiente eficacia y la escasa capacidad de maniobra en la que se encuentra sumido.
Realmente, pensar sin prejuicios sobre las formas de intervención pública más adecuadas para generar bienestar es uno de los grandes retos de nuestro tiempo, si es que alguna vez ha dejado de serlo. No debe asustarnos. Pero tampoco deberíamos dejarnos seducir irreflexivamente por el primer discurso que pase por nuestra puerta con aires de autosuficiencia, de novedad y progreso.
Así ocurre en mi opinión con el principio de que el Estado debe limitarse simplemente a dinamizar la actividad productiva.
Hay que tener en cuenta que detrás de esa propuesta necesariamente se encuentra la idea de que, en el otro lado, en el mercado, es donde radica la lógica dominante y que se acepta sin más, a la que simplemente se trata de fortalecer mediante actuaciones públicas de apoyo. Y, en particular, proponer que el Estado se limite a ser un mero dinamizador de las lógicas dominantes implica asumir creencias cuanto menos, o en el mejor de los casos, muy ingenuas sobre la naturaleza de la desigualdad y sobre la capacidad del desarrollo tecnológico para transformar la sociedad en el marco de la lógica omnicomprensiva del mercado.
Eso es lo que en mi opinión ocurre en la ponencia, cuando concede al desarrollo tecnológico un carácter totémico que la historia, sin embargo, nos revela injustificado. En su párrafo 53, por ejemplo, se señala con claridad esta idea tan difícil de creer a la luz de lo que constantemente sabemos que ocurre en la realidad de nuestra sociedades de mercado: “al incorporar esas nuevas tecnologías y desarrollar plenamente la sociedad de la información, las antiguas diferencias laborales basadas en la capacidad física de los hombres frente a las mujeres desaparecerán, porque lo que marcará la diferencia entre las personas será la capacidad intelectual y la creatividad”.
¿Quién puede creer hoy día que para acabar con ese tipo de “antiguas diferencias laborales” sólo será necesario que el Estado dinamice los procesos de innovación tecnológica?
Y otro tanto ocurre en relación con la desigualdad en su sentido más general, que ahora solo pasaría a ser considerada problemática en cuanto que resultado de una reproducción intergeneracional.
El párrafo 88 de la ponencia establece nada más y nada menos que “el objetivo primordial del Estado del bienestar del siglo XXI ha de ser luchar contra la transmisión intergeneracional de las desigualdades sociales. De ahí que el nuevo Estado dinamizador deba concentrar sus esfuerzos en las políticas a favor de la formación y el crecimiento del capital humano”.
Se renuncia entonces a luchar contra la producción misma de esas desigualdades que es lo que lógicamente evitaría en mejor medida su transmisión intergeneracional y lo que permitiría eliminar más eficazmente la insatisfacción, la injusticia y el conflicto social que provocan en el seno de cada generación. Y se establece, por el contrario, que la acción del Estado deberá limitarse a convertir a los ciudadanos en un recurso de capital suficientemente dotado porque se sobreentiende que con ello, y como efecto de una exclusiva responsabilidad individual, ya podrán hacer frente con éxitos a todas sus necesidades. Y siendo así, se hará innecesario que el Estado se provea de cualquier otro instrumento redistribuidor o que mantenga programas de gasto tan amplios como los que sostuvieron el Estado de Bienestar.
En definitiva, hay materia para un debate amplio y enriquecedor. Y muy importante para el futuro de España. Ojalá se cierre con éxito.