Lo cierto es que si Friedman y sus discípulos pudieron convertirse en mentores de la política económica de la dictadura chilena, en un experimento que pronto extendieron a otras “dictaduras desarrollistas” de América Latina y de todo el planeta, ello se debió a que las ideas que entonces expuso no eran las del liberalismo, sino las de un neoliberalismo cuyo prefijo iba mucho más allá de una mera actualización o una simple puesta al día del ideario del liberalismo clásico.
Un tropo, dice el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, es el “empleo de las palabras en un sentido distinto del que propiamente les corresponde, pero que tiene con éste alguna conexión, correspondencia o semejanza”. Una especie particular de tropo, la sinécdoque, consiste en tomar la parte por el todo y, en el caso que nos ocupa, el tropo neoliberal ha consistido en limitar el liberalismo prácticamente a uno sólo de sus componentes, la defensa del libre mercado, relegando casi al olvido a otros elementos que en esta tradición ideológica no sólo son centrales, sino fundacionales.
No cabe duda de que el libre mercado ha sido y es una parte importante del liberalismo en cualquiera de sus corrientes. Pero generalmente no lo ha sido más que la concepción de la ley como garantía de libertad y seguridad; no más que la idea de que todo poder legítimo debe emanar del consentimiento de los gobernados y ante ellos debe responder; o no más que la defensa del individuo, la protección y garantía de derechos ante el abuso del poder, de todo tipo poder, sea cual sea su origen y proceda de donde proceda.
Protección y garantía de derechos ante el poder político arbitrario, sin duda, pero también frente al dogmatismo, la tiranía de la opinión (Tocqueville, Mill) o lo que hoy llamaríamos pensamiento único. Protección y garantía de derechos ante todo poder, proceda de donde proceda, y no fueron pocos los que apuntaban al creciente y amenazante poder que acumulaban los ‘trust’, las grandes corporaciones o el capitalismo financiero (Hobson, Green), advirtiendo del peligro que supone “esa gran riqueza que se basa en operaciones financieras y especulativas, a menudo de tendencias marcadamente antisociales, y facilitadas por una defectuosa organización económica” (Hobhouse).
Respecto al uso de la ley como garantía de libertad y seguridad, el liberalismo político no ha sido menos explícito. La libertad consiste en vivir de acuerdo con la ley, decía Locke. El derecho a la libertad es el derecho a hacer todo lo que la ley permite, repetía Montesquieu. No es la libertad lo que libera, es la ley, insistía Lacordaire. No existe, remachará explícitamente Hobhouse, ninguna antítesis entre la libertad y la ley; por el contrario, la ley significa control y restricción de aquello que puede dañar a los demás o al conjunto de la sociedad.
Ley, limitación de todo poder y defensa de los derechos individuales ante el abuso o la arbitrariedad. Esos han sido los principios fundacionales que siempre han estructurado la tradición del liberalismo político, unos principios que ya forman parte del ADN de nuestros sistemas políticos, en los que se reconoce la mayor parte de la ciudadanía, los partidos políticos y los nuevos movimientos sociales. Unos principios sobre los que hemos construido nuestras democracias y que sin embargo, paradójicamente, parece haber abandonado ese neoliberalismo que se reclama heredero de su tradición política.
Lo cierto es que la reducción del liberalismo al libre mercado no es algo nuevo sino que ha sido una corriente, generalmente limitada pero constante, del liberalismo (Cobden, Spencer, Hayeck). Una corriente -contra la que ya advertía Benedetto Croce señalando que limitar el liberalismo al ‘laissez faire’ supone degradarlo, ya que el primero es un principio ético, moral y político, mientras que lo segundo no es más que una herramienta económica- que ha estado siempre presente pero que, y esto es lo realmente novedoso, sólo en el último cuarto del pasado siglo se convirtió en la corriente principal del liberalismo, llegando en nuestro días a absorberlo casi por completo, atrofiando con ello sus otros reflejos políticos.
Así, lo que nos encontramos hoy es con un neoliberalismo que parece haber sustituido la defensa de la libertad y la seguridad de los individuos por la mucho más prosaica defensa de la libertad y la seguridad de los mercados. Que entiende la ley no ya como el más firme pilar de la libertad sino como una traba, un obstáculo y una barrera a eliminar. Que abandonando ese recelo ante la “tiranía de la opinión” de los liberales clásicos, ha elegido erigirse ella misma en discurso dominante revistiendo sus opciones ideológicas con un barniz científico. Que parece, en fin, haber limitado su inquietud por el control del poder a un único tipo de poder, el poder político. Un ‘nuevo’ liberalismo que, como consecuencia de todo ello, se muestra incapaz de comprender y responder cabalmente a la realidad que podemos ver y padecer cotidianamente.
¿De dónde procede hoy la amenaza de un poder sin control y omnímodo? ¿Dónde se ubica el origen de la incertidumbre y la inseguridad económica, social e individual que vivimos cada día? ¿Quién controla esas decisiones que a todos nos afectan? ¿Asumen, quienes toman esas decisiones, alguna responsabilidad por ello? ¿Ante quién rinden cuentas? ¿Qué leyes los sujetan? Esas son las preguntas que hoy piden respuesta. Preguntas para las que ya no tiene respuesta un neoliberalismo que ha renunciado a la ley como mecanismo de control de los poderosos, y se limita a mirar obsesivamente al cada vez más exiguo dedo del Estado mientras que todo apunta a la enorme luna de un mercado global desbridado de todo control social, económico y político.