Es decir, el PP en estos momentos es -desde un punto de vista sociológico- una fuerza política minoritaria en España, acuciada por múltiples y graves problemas, que incluso podrían conducirla a un punto crítico muy serio.
En estas condiciones, toda persona sensata debiera ser consciente de que resulta muy difícil poder continuar gobernando de manera solvente.
Algunos ministros del Gobierno del PP están tan quemados (como estarán aún como exministros) que les resulta imposible aparecer por ningún lugar, sin que inmediatamente sean objeto de sonoras pitadas y muestras airadas de rechazo. Parece como si estuviéramos ante una nueva manifestación del célebre reflejo de Paulov, de forma que en cuanto los ciudadanos españoles ven aparecer a algún ministro o alto cargo de este Gobierno, inmediatamente, casi de manera automática y refleja, se ponen a protestar y reclamar.
El grado de aislamiento al que está llegando el actual Gobierno tiene pocos precedentes, de igual modo que resulta insólita la forma en la que algunos líderes del PP huyen y se ocultan de la prensa y de sus conciudadanos. Y se resisten a comparecer parlamentariamente, o lo hace bajo capa de “agosticidad”.
La verdad es que casi todos los gobiernos suelen experimentar algún tipo de deterioro cuando gobiernan, sobre todo si las circunstancias son difíciles o adversas. Pero, lo que está sucediendo con el PP va mucho más allá de lo que es un proceso lógico de desgaste. La mayoría de los que votaron a este partido hace menos de dos años ya no les respaldan y muchos son sumamente críticos con su proceder.
El problema no es solo que estén siendo ineficaces y confusos en muchos aspectos, y que se encuentren emplazados ante gravísimos casos de corrupción, sino que el mayor problema es que han defraudado las expectativas de muchos de los que les votaron en las últimas elecciones legislativas, entre otras cosas porque no están cumpliendo prácticamente nada de lo que prometieron.
Es decir, desde un punto de vista formal estamos ante una cierta situación de fraude del compromiso electoral, que puede acabar erosionando la credibilidad de nuestro sistema político, si no se encuentra una salida razonable y sensata al punto al que estamos llegando; que tiene también graves efectos negativos en la credibilidad internacional de España y en nuestra capacidad de interlocución.
En un país en el que los diputados tuvieran un mayor grado de autonomía, como en el Reino Unido, lo más probable es que el grupo parlamentario del partido ganador de los últimos comicios ya estaría gestando un recambio de gobierno, que pudiera evitar que el descrédito del jefe de gobierno y de sus ministros acabará arrastrando en su caída a todo el partido, e incluso al país.
En las democracias en las que existe la posibilidad de un referéndum revocatorio, los ciudadanos estarían recogiendo firmas para celebrar un referéndum que permitiera constatar en las urnas -y no solo en las Encuestas o en las calles- si la mayoría desea un cambio de gobierno o no. Lo cual es algo perfectamente legítimo y apropiado en una democracia seria. Sobre todo cuando un gobierno no ha cumplido sus promesas electorales y todo va de mal en peor, mientras que unos pocos aprovechados parece que solo se preocupan por sacar tajada con todo tipo de privatizaciones y despropósitos de gestión.
Pero en España ninguna de estas dos medidas, lógicas y naturales en una democracia bien asentada, parece que vayan a ser fáciles, a no ser que el propio Jefe de Gobierno entienda la enorme complicación y peligro de la situación que se está creando, y asuma que tiene que dar un paso atrás. Un paso atrás y no solo cambios de maquillaje o de sillones. Lo cual no debiera ser impensable.
Lo que sería un error desastroso es intentar capear un temporal como el que se avecina, aguantando a toda costa y esgrimiendo el argumento de unos resultados electorales del pasado, que ya no responden a la realidad socio-política actual de España y ni siquiera del electorado conservador. Encerrarse en este tipo de argumentario o intentar escapar con meros cambios de maquillaje, con lo que está cayendo y con el clima de malestar ciudadano y de indignación que existe, es un signo de irresponsabilidad y de una total falta de sentido de la realidad. Ni la legitimidad de origen (en las urnas), ni la sociológica (mantener unos respaldos mínimos), ni la de ejercicio (realizar una buena -o razonable- y leal tarea de gobierno), ni la de respeto (no estar sometido a tanta presión judicial y opinática), son elementos de suficiente entidad y vigencia en estos momentos, como para continuar actuando (es un decir) como si no pasara nada. Está pasando. Por lo que cualquier sociedad que tenga un mínimo instinto de supervivencia -y de recuperación- tiene que reaccionar. En eso, precisamente, estriba hoy el sentido de la responsabilidad. Y de la realidad.