Por esta razón había depositadas muchas expectativas en el desarrollo del último debate parlamentario sobre política económica. Y no todos sus protagonistas supieron estar a la altura de estas expectativas ciudadanas. El Presidente tendió la mano, como correspondía. Los grupos minoritarios de la oposición recogieron el guante, con una actitud más o menos crítica. Pero el PP frustró el inicio incluso de un camino que pudiera llevarnos a un gran acuerdo, tan complejo como inexorable para el presente y el futuro de nuestra economía. ¿Por qué? Muy probablemente porque fía sus mejores esperanzas electorales al propio agravamiento de la crisis.
Zapatero acertó con un planteamiento sobrio y proclive al encuentro. Su diagnóstico fue equilibrado: sufrimos una crisis importante, el paro aumentará aún en este año y el déficit público se ha disparado en exceso; pero además todo apunta a que saldremos de los números rojos en este semestre y comenzaremos a crear empleo neto en este ejercicio. Los objetivos expresados son irrefutables: recuperar actividad económica para generar empleo de calidad, manteniendo las políticas de bienestar y aplicando las reformas precisas para configurar un nuevo modelo productivo, menos dependiente de la construcción residencial y más cercano a la innovación y el conocimiento. ¿Con qué estrategia? Con la misma que vienen aplicando de manera coordinada los países más desarrollados en la Unión Europea y el G-20. ¿O es que hay otra?
El Gobierno tiene un plan y su Presidente lo detalló, programa a programa, medida a medida, ley a ley, con una prolijidad incluso excesiva. El plan de racionalización de la Administración del Estado, las inversiones públicas para tirar de la demanda, la consolidación de las políticas sociales, el plan contra el fraude y la economía sumergida, la Ley de la Ciencia… Pero el Gobierno es consciente de que la sociedad española y su economía necesitan algo más: necesitan un gran compromiso colectivo para recuperar confianza y aplicar con fuerza y garantías todas estas iniciativas contra la crisis.
Todos éramos conscientes de que el debate lo ganaría quien resultara más convincente en la búsqueda honesta del pacto, y lo perdería quien se dejara arrastrar por el tacticismo electoralista. Por eso ganó Zapatero. Y por eso perdió Rajoy. El Presidente llegó al Congreso con una comisión negociadora, un plazo y cuatro puntos para el acuerdo. El líder de la oposición llegó solo con reproches.
No obstante, tienen razón aquellos que defienden que el pacto no equivale a un respaldo acrítico e incondicional al Gobierno para que siga haciendo lo que ya hace. El pacto supone análisis conjuntos, medidas acordadas y seguimiento en su ejecución. Y hay mucho por hacer en cada uno de los cuatro apartados propuestos por el ejecutivo: la competitividad, el nuevo modelo productivo, la política fiscal y la fluidez del crédito. En unos casos tocará perseverar en lo hecho, en otros habrá que afinar estrategias y en algunos posiblemente haya que rectificar. No pasa nada. Importa mucho más la inyección de moral que el acuerdo infundiría a todos los agentes económicos.
“La gente no quiere pactos. Quiere decisiones”, decía González Pons. Se equivoca. Hoy, la mejor decisión es el pacto. Veremos.