Desde esa fecha no ha mejorado nada la prima de riesgo y la bolsa está fuertemente cargada de volatilidad bajista y especulativa; además, todas las agencias de calificación han rebajado, aún más, la calificación de la deuda española, lo que no nos debe extrañar dada la actitud prepotente y las explicaciones nada convincentes y contradictorias del actual Gobierno (incluido el pulso con Bruselas, el BCE y el FMI). Efectivamente, nadie en su sano juicio (salvo Rajoy) puede considerar positivo el rescate del sector financiero, cuando en realidad representa un problema económico de primera magnitud que, según todos los indicios, impactará en la deuda pública (hasta 100.000 millones de euros, 10% del PIB, lo que situaría, en este supuesto, la deuda por encima del 90%) y en el déficit público a través de los intereses del préstamo, a expensas de una hipotética recuperación de lo prestado (nada seguro) en tiempos futuros. Debemos recordar que el préstamo lo recibirá el FROB (organismo público), por lo tanto el Estado.
Por otra parte, nada se ha dicho de los créditos (improbables) que necesitan las empresas y familias; aunque esto no cause ninguna extrañeza, porque resulta más fácil comprar deuda pública española por encima del 6% de interés, como han estado haciendo hasta ahora los Bancos cuando han recibido dinero al 1% del BCE. Tampoco sabemos nada sobre las exigencias de la UE (nadie da dinero a cambio de nada) a la Banca -aunque es previsible el cierre de oficinas, despidos, nuevas fusiones y alguna liquidación en el sector- y, mucho menos, conocemos las exigencias que se pueden derivar hacia nuestro país; aunque se vislumbran nuevos recortes añadidos: recortar más los salarios (también en las Administraciones Públicas); acelerar el aumento de la edad de jubilación a los 67 años; reducir la prestación por desempleo; endurecer la reforma laboral; recortar nuevamente los Servicios Públicos esenciales; y aumentar la presión fiscal indirecta (IVA), entre otras medidas. También queda pendiente aclarar el plazo del préstamo (10, 15, 20 años ), el tipo de interés definitivo y, sobre todo, qué pasará en el supuesto de impago de la deuda contraída (el orden de preferencia del cobro ejecutivo).
Y todo ello se produce después de las reiteradas declaraciones de Rajoy (nadie debe gastar más de lo que tiene) y en vísperas de la definitiva aprobación en el parlamento de la reforma laboral que está resultando un verdadero fiasco para el empleo (facilita el despido y que éste sea más barato), para la negociación colectiva y, en definitiva, para el necesario equilibrio entre los interlocutores sociales en el mercado de trabajo que, según el propio Gobierno, va a empeorar considerablemente, sobre todo para los jóvenes. Con ello se ha demostrado que la reforma laboral no era urgente (se aprobó por Decreto Ley) y sí, en cambio, lo era la reforma del sistema financiero todavía en estudio y a la espera de su fiscalización por empresas multinacionales foráneas de auditoría contratadas al margen del Banco de España (por el momento, no se sabe lo que costará al Estado la supervisión de la Banca).
Lo mismo se puede manifestar en relación con las prometidas y olvidadas políticas de empleo: se invierte menos en políticas activas de empleo, se abandonan los servicios públicos de empleo a su suerte y se deteriora la formación profesional. Algo parecido está ocurriendo con la política fiscal (desarme y amnistía fiscal) y con el abandono del necesario debate en torno al cambio, a medio plazo, de nuestro modelo productivo (que sustituya al ladrillo), lo que requiere impulsar la investigación, la innovación y apostar decididamente por productos de alto valor añadido en sectores emergentes y con futuro.
Lo peor de la situación es que se ha perdido muy rápidamente la confianza y la credibilidad en el actual Gobierno (pérdida de capital político). Ya nadie confía en que el rescate del sector financiero (aunque pueda resultar necesario) arregle los problemas que tenemos en España: alto índice de desempleo (6 millones de parados al finalizar el año), recesión económica (en realidad, depresión) y el desplome de los ingresos fiscales, que están incidiendo muy negativamente en los ingresos de las Administraciones Públicas (sobre todo, en CCAA y Ayuntamientos).
Por el contrario, existe unanimidad entre la mayoría de los analistas en que, si estos problemas no se resuelven, España no pagará la deuda y será imposible cumplir los compromisos de déficit público con la UE (5,3% en 2012, en la perspectiva del 3% del PIB en 2013). Dicho incumplimiento puede significar el rescate de España, la agudización de la crisis del euro y la presión añadida de los acreedores (Bancos) alemanes y franceses, que son los que han financiado a los Bancos españoles en sus aventuras especulativas con el ladrillo y con el sector inmobiliario.
Todo ello significará más munición para las políticas neoliberales que exigirán, una vez más, nuevos sacrificios, como ya lo está planteando el FMI.
Como se puede comprobar -y a pesar de las promesas electorales de Rajoy-, esto no funciona ni tiene visos de funcionar en el futuro sin una apuesta clara -en el ámbito de la UE- por el crecimiento, el empleo, el pago de la deuda a través de eurobonos o de la intervención directa del BCE, una política fiscal armonizada (transacciones financieras, entre otras medidas), la lucha contra la desigualdad social y la unidad política en el seno de la UE. No es fácil de comprender para la ciudadanía, que en el seno de la UE (con moneda única y un Banco Central) existan países que tengan distintos tipos de interés para el pago de su deuda y que esta realidad no se pueda corregir en términos políticos, como ocurre en otros países. Ni tampoco, que después de dos años (mayo de 2010) de fuertes sacrificios, la situación haya empeorado en España y, sobre todo, en Grecia.
Para resolver estos problemas no hay mejor aliado en la actualidad que Francia, dado su compromiso con una política alternativa a la que defiende Alemania. Las últimas declaraciones y medidas de Hollande, relacionadas con la apuesta (todavía tímida) por el crecimiento de la economía, la limitación de las retribuciones de los directivos de las empresas públicas (abanico salarial más cerrado), el aumento del salario mínimo, el aumento de la presión fiscal a las rentas por encima de un millón de euros, la reducción más flexible del déficit público, la salida del Gobierno de los ministros que no salgan elegidos en unas elecciones generales (fortalecer el partido y su democracia interna, eliminando el clientelismo político), así como la derogación de las medidas aprobadas por Sarkozy -relativas a la edad de jubilación-, son significativas y resultan alentadoras.
Esto es así porque Hollande -si mantiene esta política después de su mayoría absoluta- pondrá en evidencia a los partidos socialdemócratas en cuanto a la falta de coraje de éstos para oponerse a las políticas neoliberales y, por el contrario, asumir sus recetas para combatir la crisis. Incluso, la izquierda cuando ha estado en el poder ha practicado una política de estas características. En todo caso, falta determinación y contundencia en la oposición capaz de canalizar el creciente malestar social que se está instalando en la ciudadanía. También falta autocrítica y la asunción de compromisos en el sentido de no volver a justificar las políticas regresivas que se aplicaron en los países donde ha gobernado la izquierda. Debemos recordar que muchos partidos de izquierda han desmoralizado a sus miembros al no haberlos defendido contra las políticas de sus enemigos o, lo que es peor, haberlas adoptado como propias. Muchos de ellos se han quedado sin impulso, sin ideas; a veces parece como si se hubieran quedado sin futuro aparente cuando, precisamente, todos somos testigos del fracaso del capitalismo -que es el que gobierna en términos reales el fenómeno de la globalización- que se ha convertido en la actualidad en una pesadilla para todos, salvo para unos pocos.
A todo ello ha contribuido, como señaló Tony Judt, la obsesión por la creación de riqueza, el culto a la privatización de los servicios públicos y la elevación a nuestra iconografía del sector privado, así como las crecientes desigualdades entre ricos y pobres. Y, sobre todo, la acrítica admiración de los mercados desregulados, el desdén por el sector público y la quimera de un crecimiento sin límites (destrozando el medio ambiente y estimulando el consumo exacerbado). Tampoco debemos olvidar que el actual capitalismo (sin reglas ni límites), más pronto que tarde (lo estamos comprobando), volverá a caer víctima de sus propios excesos y se dirigirá de nuevo hacia el Estado para que éste vuelva a resolver sus problemas.
En este contexto, hasta la democracia está en peligro; no hay más que comprobar el gran auge de los fascismos y de los posicionamientos xenófobos en los países de la UE, así como la contestación de los nuevos movimientos sociales (le llaman democracia y no lo es). Efectivamente, la democracia no puede darse por consolidada después de lo que está ocurriendo en plena crisis económica, donde se viene poniendo de manifiesto con reiteración la dictadura que ejercen los mercados sobre los Estados. En esta situación ¿serán capaces los partidos socialdemócratas de supervivir y de garantizar la democracia? Sólo una política decididamente progresista en defensa de la igualdad y de los más débiles será capaz de responder afirmativamente a ambas preguntas.
Mientras tanto, siguen siendo inevitables las movilizaciones (a través de los sindicatos y de diversos colectivos sociales) para canalizar el creciente malestar social -que puede alcanzar cotas desconocidas en nuestro país- como viene ocurriendo con la reforma laboral, con los servicios públicos (enseñanza, sanidad y servicios sociales), con la minería y con las empresas y sectores en crisis. Frenar las movilizaciones sólo será posible si el Gobierno asume que su mayoría absoluta en el Parlamento no significa que su política sea aceptada por la mayoría social (cheque en blanco), sobre todo cuando las medidas que está aplicando no se contemplan en absoluto en su programa electoral. En las actuales circunstancias se necesita una amplia visión de Estado, pensar más en términos globales, además de aceptar el consenso que ofrecen los partidos de la oposición y los sindicatos para enfrentarse juntos a la crisis que no tiene precedentes por su gravedad. El sentido común lo exige y la ciudadanía lo demanda.