Si hay un factor cuya evolución define el grado de justicia social que impera en un país, ese es probablemente la educación. La educación determina el nivel de desarrollo humano en una sociedad, el alcance de las libertades y los derechos de ciudadanía, su riqueza cultural… La educación es también la palanca más efectiva para el crecimiento económico y la competitividad. Y la educación es, sobre todo, una formidable máquina de igualación social. No hay mayor estímulo a la igualdad de oportunidades en una sociedad que un sistema educativo con equidad y con calidad. Los enemigos de la igualdad también lo saben.
Uno de los grandes logros del régimen democrático instaurado en nuestro país a partir de la Constitución de 1978 ha sido precisamente la consecución de un modelo educativo orientado a mejorar nuestra formación, y orientado a ofrecer a todos los escolares las mejores herramientas para su desarrollo personal, profesional y cívico. La educación pública española, con sus deficiencias y sus limitaciones, ha logrado, más que ningún otro factor, alcanzar aquellas metas de erradicación de la incultura, de generalización de la enseñanza y de europeización cultural de España que se propusieron nuestros mayores, desde Ortega hasta la añorada Institución Libre de Enseñanza.
Todos estos logros colectivos están hoy en cuestión. La guadaña de la derecha está segando calidad y equidad en el sembrado, aún modesto, de nuestra educación. La intención manifiesta es la de volver a los tiempos en los que la oportunidad de adquirir una formación interesante y un nivel cultural digno dependía tan solo del abolengo y del dinero del interesado. El propósito es acabar con la esperanza de que el talento y el esfuerzo pueden llevarte tan lejos como te propongas, independientemente del apellido y del patrimonio de tu familia.
Recortan el presupuesto de la escuela pública, despiden a sus profesores y masifican las aulas. Promueven la enseñanza concertada y se saltan la ley obligando a las familias a pagar lo que debería ser gratuito. Alientan la matriculación privada con deducciones fiscales vergonzantes. Multiplican las tasas universitarias y dividen las becas para bloquear el paso de clases medias y populares a la enseñanza superior. Reinventan las reválidas franquistas para expulsar del itinerario educativo a los niños con menos oportunidades. Rebajan a la mitad las becas destinadas a que las familias sin recursos puedan adquirir los libros imprescindibles para el ejercicio de sus derechos constitucionales. Y caen incluso en la inhumanidad de negar la ayuda en el pago del comedor escolar a quienes tienen dificultad para alimentar a sus hijos.
Han logrado unir en la defensa de la enseñanza equitativa a quienes nunca se pusieron de acuerdo: docentes de izquierdas y de derechas, sindicatos y grupos profesionales, asociaciones de padres laicos y religiosos… Las administraciones autonómicas y locales de carácter progresista resisten como pueden el bombardeo de recortes financieros y de normas regresivas. Y claro que hay diferencias entre el gobierno andaluz que contrata más profesores y el gobierno manchego que los despide. O entre el gobierno asturiano que niega dinero público a los colegios que segregan niños y niñas, y el gobierno madrileño que se lo suministra. Pero estos esfuerzos tienen un alcance limitado frente al poder que el Gobierno ejerce con sus leyes y sus presupuestos.
Si hubiera que destacar una sola razón para la vuelta de un Gobierno socialista a España cuanto antes, esta sería la educación para la igualdad y el empleo. Porque esto no es un recorte. Esto es una indignidad.