Quizás porque desde el principio los protagonistas del Acuerdo han querido ser prudentes y no crear falsas expectativas, lo cierto es que se constata un evidente desajuste entre la entidad que podría concedérsele al documento y el escaso eco mediático y de opinión que ha tenido su existencia. Todo apunta a que, sin explicitarlo, hay conciencia de que el texto es una declaración de intenciones y que tratar de magnificarlo podría ser contraproducente, porque son limitadas las posibilidades de sustanciar su contenido en acuerdos vinculantes que satisfagan a las partes que lo han elaborado.
Dicho lo anterior hay que valorar como positivo que se haya producido un acuerdo formal en el que unos y otros coinciden en señalar cuales son algunos de los graves problemas que agobian a nuestra sociedad. Pero aún lo es más que el Gobierno, después de dinamitar durante casi tres años la concertación y el diálogo social, acepte suscribir un documento en el que, formalmente, se habla de recuperar la práctica del diálogo y la negociación para hacer frente a tales problemas.
Se espera una inmediata puesta en marcha de los grupos de trabajo que han de abordar, debatir y tratar de acercar posiciones respecto de varios de los capítulos de dicho documento. Los sindicatos, con buen criterio, se han dado como plazo lo que queda de año para que se concreten resultados. Habrá, pues, que esperar unos pocos meses para saber lo que pueden dar de sí los objetivos que se suscribieron en julio.
Conscientes de que no parece verosímil que el Gobierno dé un apreciable giro a su política, única posibilidad de que se corrijan los daños sufridos en las condiciones de trabajo, en la precariedad del empleo, en las prestaciones y calidad de los servicios públicos, amén de la erosión de distintos derechos y libertades ciudadanas, hay quienes opinan que los sindicatos no deberían prestarse a escenificar una imagen de entendimiento que no encaja con la realidad. Comprendo las dudas pero pienso que simplifican el análisis de la situación, entre otras razones porque a estas alturas y tras las muchas experiencias vividas durante décadas de diálogo y concertación social nadie engaña a nadie.
Si el Gobierno se presta a abrir mesas de negociación es porque, entre otras cosas, sabe que en la perspectiva de próximas elecciones y tras el resultado de las últimas necesita hacer gestos que, por un lado, proyecten cierta dosis de sensibilidad social y, por otro lado, puedan ayudar a prevenir conflictos sociales derivados precisamente de los brutales recortes en muchas prestaciones públicas. Pongo el ejemplo gráfico del continuo retroceso en la cobertura a los desempleados y en la exigencia de ampliar dicha cobertura a varios cientos de miles de parados que han agotado la que tenían. Le puede venir bien al Gobierno que la decisión sea fruto de un acuerdo con sindicatos y patronal. Repito que se trata sólo de un ejemplo de lo que puede hacerse.
Por su parte, a los sindicatos también les interesa que se escenifique que, sin en absoluto renunciar al objetivo de revertir las muchas medidas que han propiciado la involución social, política y democrática de estos últimos años, se pueden reivindicar y alcanzar objetivos de distinto alcance y absolutamente necesarios como es el ya citado caso de la mejora de las prestaciones a los desempleados y a otros colectivos especialmente vulnerables. Recientemente han conseguido que se evitara la reforma anunciada por el Gobierno sobre la fiscalidad de las indemnizaciones por despido. También han conseguido que se preservara el derecho a la jubilación anticipada de los trabajadores despedidos antes de abril de 2013, derecho que se ha tratado de eliminar. Todo ello refuerza su legitimación y su papel. Resumiendo, puede y debe hacerse compatible la inequívoca necesidad de combatir la política antisocial que encarna el Partido Popular y su Gobierno y el aprovechamiento de cualquier resquicio que permita mejorar, poco o mucho, la situación de los trabajadores.