No es la primera vez que se critica duramente lo que en el terreno político ocurrió desde la muerte del dictador hasta el asentamiento de la democracia. Algunos de los críticos están en la derecha, pero otros se reclaman de la izquierda genuina. Los dardos de estos últimos han ido dirigidos tanto hacia la derecha política como, sobre todo, hacia la izquierda, pues, según ellos, por aquel entonces habría cometido el pecado de la claudicación. De lo cual se inferiría que tendrían razón los que afirman que tenemos democracia gracias al Rey, a Suárez y a los reformistas del viejo régimen. Maravilloso.
No pertenezco al sector de los que afirman que nuestra Transición fue modélica. Las muchas veces que he tenido que hablar de ella he empezado por decir que se hizo lo que se pudo, pero que salió bien. Sobre todo si se tiene presente cual era la relación de fuerzas que existía tras la muerte del dictador.
A los olvidadizos y a quienes no saben cómo estaban las cosas tras el 20 de noviembre de 1975 –día del fallecimiento de Franco- es bueno recordarles que el Rey nombró como Jefe de Gobierno a Carlos Arias Navarro, conocido con el sobrenombre del “carnicero de Málaga” por las matanzas que realizó tras la toma de esa provincia por los insurrectos en la guerra civil. En otras palabras, lo que hubo fue un intento de continuismo, de franquismo sin Franco.
Duró meses la pelea de los demócratas, encabezados por la clase obrera, que a través de sus luchas, sus huelgas e incluso de sus muertos –recordemos los cinco de Vitoria en marzo de 1976- consiguieron que el continuismo postfranquista fracasara. Aparecieron entonces Suárez y los reformistas que le acompañaron en aquel viaje. Hubo un referéndum sobre su propuesta de reforma política en diciembre de aquel mismo año. Y aunque los partidos y las fuerzas sociales antifranquistas hicimos campaña por la abstención, votó el 77% de los españoles y de ellos dieron el SÍ el 94%. Así estaban las cosas un año después de muerto el dictador. Se habían realizado 106 millones de horas de huelga dicho año; a lo largo del mismo hubo conflictos en algo más de cuarenta mil empresas, con participación de unos dos millones y medio de trabajadores. Pero no fue suficiente para alcanzar la ansiada “ruptura democrática”, que era la bandera de la parte más activa y mejor organizada de la izquierda. En este contexto fue abriéndose paso la que se conoció como “reforma pactada”.
Llegó enero de 1977 y con él la matanza de los abogados de Atocha y otros luctuosos hechos. Nadie cuestiona que la respuesta del PCE y CC.OO. durante su entierro convenció a Suárez de que había que legalizarles, pese a la posición en contra, entre otros, de la cúpula del Ejército. Los legalizaron en abril, junto a las demás fuerzas políticas y sindicatos. Casi año y medio después de muerto Franco.
La dura Transición tuvo otros muertos, como los dos que a finales de 1976 fueron asesinados en las manifestaciones proamnistía. Éramos nosotros los que reclamábamos la amnistía, que entendíamos debía contribuir a acabar de una vez por todas con la historia fraticida que ha acompañado a nuestro país durante siglos.
Que en diciembre de 1978 nos dotáramos de una Constitución de las más progresistas de nuestro entorno evidencia que, efectivamente, se hizo lo que se pudo y salió bien. La crisis económica, el “ruido de sables”, el intento de golpe de Estado de Tejero en 1981 y el permanente factor desestabilizador del terrorismo de ETA nos hace pensar que la Transición a la democracia fue no sólo difícil sino larga. Pero terminó hace tiempo.
Esta fuera de duda que debe resolverse cuanto antes la legítima demanda de familiares y amigos de desenterrar y honrar a las víctimas del franquismo; que hay que reivindicar como es debido su memoria y que es necesario que se conozca la verdad de nuestra historia. Pero que al socaire de todo ello no se cuelen de matute revisiones de la Transición que no vienen a cuento.