Lamentablemente, nuestra democracia languidece. Los ciudadanos huyen y se desentienden de la actividad política, sintiéndose cada vez más alejados y menos protagonistas de las decisiones que los políticos toman “en su nombre y por ellos”.

Los partidos han olvidado que el fin de la Democracia es la democracia misma: su desarrollo, su reglamento, su participación, la búsqueda del consenso. Y sólo actúan buscando un fin: ganar el poder sea como sea y a costa de lo que sea. Para ello, al líder político no le interesa el ciudadano participativo, crítico, formado y con criterio, sino más bien, se va en busca del voto de la mayoría desinformada, apelando antes al sentimiento que a la razón, con mensajes simples y extremos, con medias verdades manipuladas.

Si hubiera voluntad de combatir la abstención, de devolver la credibilidad perdida a los políticos, de que el sistema de representación democrática fuera realmente la representación de los ciudadanos, y de que la Democracia se convirtiera en un proceso instrumental útil, y no languideciera porque su nombre sea utilizado en vano, deberíamos arriesgarnos a poner en marcha una serie de medidas que rejuvenecerían nuestro sistema democrático, haciéndolo menos previsible, más audaz y participativo.

1) El bipartidismo no alienta a la participación democrática. Y menos cuando las opciones son un reducidísimo menú, del que ni siquiera se ha podido elegir en la participación de los líderes. La reforma de la ley D´Hondt ayudaría a ponderar mejor otras opciones políticas.

2) Las organizaciones internas de los partidos políticos son endogámicas, poco democráticas y poco transparentes. Ahuyentan a los ciudadanos activos, formados, participativos, críticos, y no dispuestos a asumir lealtades sin razonamientos. Por ejemplo, las primarias constituyen un quebradero de cabeza porque aparece la división interna, pero en cambio suponen un interés para el ciudadano politizado.

3) Los mensajes simples y enlatados llegan al gran público, pero no contribuyen a la pedagogía y formación política. Sirven sólo para alentar extremismos, rencores y posiciones encontradas; pero cada vez más se premia la puesta en escena que los razonamientos y los programas políticos (que se hacen dispuestos a no cumplirse).

4) No existen grandes causas por las que luchar. La sociedad occidental ha llegado al final de su camino ideológico: la felicidad se encuentra en el consumo libre. Ha habido un cambio de valores que promueve la riqueza material como éxito social. La política se empequeñece discutiendo de acciones y gestiones, pero no de grandes principios. Las palabras se confunden hablando todos de lo mismo (libertad, igualdad y solidaridad) pero con significados diferentes.

5) La responsabilidad política se difumina al mismo tiempo que se aleja de la Ética. No existe el honor de la palabra dada, la responsabilidad de la dimisión de competencias, la importancia de la promesa electoral, o la impunidad ante la corrupción. Todo es justificable. Por lo que pierde toda credibilidad.

Sí, hay soluciones a la crisis de la Democracia representativa que cada vez nos hace más espectadores y menos participativos, más consumidores y menos ciudadanos. Pero para cambiar las reglas, la primera condición sería que todos aceptaran no jugar con las cartas marcadas. Y lamentablemente, en estos momentos, eso no es posible.

La Democracia no ha llegado al final de lo que puede dar; más bien, todo lo contrario. Se ha estancado en una trampa de estructuras, de vacuidad, y de concentración endogámica del poder, que dificulta que la participación y el interés por la política se conviertan en la savia democrática.