Respecto de lo que estamos viviendo, hay dos aspectos que, quizás, deberían destacarse más de lo que suele hacerse. El primero es que, en contra de la pretendida justificación de que los recortes y demás felonías al uso obedecen al mandato de los mercados y las instituciones europeas, lo cierto es que cada una de las medidas ha estado inspirada en cómo el Partido Popular deseaba actuar, basándose en la reaccionaria ideología que secularmente acompaña a la derecha española. Ningún poder externo ha marcado las pautas concretas para que los resultados del tratamiento de la crisis produjeran el espectacular aumento de las desigualdades que hoy sufrimos. Nadie fuera del propio Gobierno le ha impuesto una política como, por ejemplo, la de empleo, cuyos devastadores efectos están a la vista. Incluso los más próximos en el área europea al pensamiento del Partido Popular no se recatan a la hora de criticar el retroceso histórico que representa la nueva legislación en curso acerca del aborto, y el filo ntidemocrático de la mal llamada Ley de Seguridad Ciudadana. No hay que cansarse de repetir que la crisis económica y financiera podía haberse tratado de forma más equilibrada y sus sacrificios repartidos de forma mucho más equitativa. Si no ha sido así es porque la apuesta desde el principio era utilizar la crisis como coartada para proceder a un cambio de modelo de sociedad. En esas estamos y es preciso denunciarlo una y otra vez, porque es real el riesgo de que cristalice la idea de que lo hecho por el Gobierno obedece a un imperativo externo. Semejante despropósito equivaldría a eximirle de su responsabilidad.

Un segundo aspecto, cuya dimensión no termina de definirse bien, es el desajuste entre la brutalidad de las medidas aplicadas, de las cuales sólo ha debido librarse una pequeña minoría, y la reacción ciudadana en su contra. Se cuentan por miles las movilizaciones de protesta pero, salvo contadas excepciones, casi todas han tenido un alcance sectorial o parcial. Se han convocado un par de huelgas generales y se han desarrollado luchas y “mareas” ejemplares, en especial en los ámbitos sanitario y educativo. Pero la percepción es de insuficiencia en la respuesta ciudadana frente a la magnitud de las agresiones a las que se la ha sometido. Este es un asunto que abre distintas incógnitas, tanto en su relación con el grado de madurez democrática de un sector más o menos amplio de la sociedad, como por el alcance de su sentido cívico. Pero lo cierto es que, tal como reflejan todas las encuestas, el desacuerdo de los ciudadanos con el Gobierno acerca de la gestión de la crisis es abrumadoramente mayoritario. Así las cosas, cabe deducir que, precisamente por la magnitud de las agresiones y, sobre todo, hasta por su sistemática y casi diaria incorporación de otras nuevas, el Gobierno ha conseguido inocular tales dosis de miedo, inseguridad e impotencia como para convertirlas en paralizantes. El franquismo también lo consiguió, aunque con métodos más cruentos. En todo caso, habrá que analizar más a fondo las causas de ese desajuste entre los recortes y retrocesos y las respuestas. Porque corregirlo es condición necesaria para echar a la derecha, al menos del poder político. Y puede exigir un replanteamiento, en ningún caso hacia la violencia, en las formas y los compromisos de la que hasta ahora ha sido una confrontación desigual.