En sociedades como la española, la actividad política se está convirtiendo en una tarea cada vez más exigente, especialmente en lo que concierne a la honestidad personal. Hasta hace pocos años una parte apreciable de la opinión pública contemplaba las exigencias de honradez de los políticos con cierta condescendencia. Eran años en los que determinados responsables políticos, con fama de poco escrupulosos, lograban revalidar sus posiciones en las urnas con bastante desenfado.

Sin embargo, en poco tiempo los niveles de exigencia de la gran mayoría de los ciudadanos se han acentuado, de forma que ahora cualquier sospecha de corrupción o de condescendencia –o comprensión─ con la corrupción suscita repudio y una indignación poco contenida.

Este cambio de actitud ciudadana es un paso importante para avanzar en la erradicación de una de las peores enfermedades que amenaza a las democracias de nuestro tiempo. Las posibilidades de caer en la corrupción –o consentirla─ en el mundo actual se han multiplicado debido a la propia naturaleza organizativa de los partidos políticos modernos, en los que el poder y las competencias están bastante descentralizadas y clientelizadas; e incluso fragmentadas y compartimentalizadas. Y en los que es mucho lo que se puede ganar y perder desde las sombras del poder.

Por eso, la sensibilización ciudadana es uno de los principales cortafuegos con el que se cuenta actualmente para hacer frente al cáncer de la corrupción, que amenaza con quebrar nuestras democracias –y su legitimidad─ si no acertamos a atajar de raíz y de manera contundente esta amenaza real.

El problema es que, a veces, las posiciones contundentes frente a las corrupciones y sus derivadas pueden chocar con redes clientelares, que tienden a operar como influyentes sindicatos de intereses y autodefensa. En ocasiones también puede ocurrir que algunos líderes políticos se vean afectados por sospechas, o implicaciones más o menos indirectas, o supuestamente “insuficientes” o “poco claras”, como para ser objeto de medidas ejemplarizantes contra la corrupción y sus secuelas.

Pero, el hecho es que ante este problema y ante la sensibilización ciudadana y sus efectos erosivos más vale pasarse que quedarse cortos. O como se sostenía en el viejo refrán “más vale ponerse una vez colorado que cincuenta amarillo”.

Los que no entienden estas exigencias no están entendiendo lo que está sucediendo actualmente en sociedades como la española, y todo lo que nos jugamos en términos de democracia si no se asume la necesidad de actuar con energía y claridad.

Por mucho que a algunos les pueda parecer exagerado, al final lo que la opinión pública va a valorar es si determinados líderes y equipos políticos están de verdad comprometidos en la lucha contra la corrupción y sus secuelas y si tienen el suficiente coraje y capacidad de liderazgo como para hacer frente a situaciones difíciles. Aunque impliquen costes y problemas a corto plazo. Al final lo que quedará claro es quiénes están de verdad comprometidos con el interés general y con la regeneración de la vida política, sin avenirse a cerrar filas con los compañeretes más cercanos, o a mirar para otro lado cuando los problemas y las dudas afectan a personas de mayor relieve político, como estamos viendo en los comportamientos de Podemos.

Todo esto viene a cuento de los recientes acontecimientos del PSOE en Madrid, en los que al final se ha impuesto un criterio de máxima exigencia política y de apuesta por la regeneración y la mayor solvencia. Un criterio en el que, más allá de las encuestas y las informaciones que puedan surgir en los próximos días, se ha tenido en cuenta la credibilidad política y, como en el famoso caso de la mujer del César, no solo la necesidad de “ser honrado, sino también parecerlo”.

Criterio que a algunos les puede parecer demasiado estricto, pero que encierra una notable sabiduría política, cuyo sentido y origen histórico no siempre se conoce bien, pero que explicó Plutarco con algún detalle en su obra “Vidas Paralelas”.

La verdadera historia que originó el célebre aserto fue la que se desencadenó a partir de un incidente que tuvo lugar en casa de Julio César durante la celebración de las fiestas de la diosa “Buena”, en las que durante las noches tenían lugar unas ceremonias parecidas a las del culto “órfico”. En tales fiestas los hombres debían abandonar las casas y solo era lícito que las mujeres participaran en ellas.

Con tal ocasión, el joven Publio Clodio, que tenía fama de desvergonzado y que perseguía a Pompeya, esposa de César, se vistió de mujer y se coló en la casa ayudado por una esclava. Pero fue descubierto y desenmascarado por la propia madre de César, Aurelia, quedando inmediatamente interrumpidas las fiestas de la diosa. Por Roma corrió rápidamente la noticia de que Clodio había cometido sacrilegio, por lo que fue acusado de impiedad por uno de los tribunos de la plebe, en medio de una notable diferencia de opiniones entre los romanos.

Puestas así las cosas, César repudió a su mujer, al tiempo que declaró que “nada sabía de lo que se imputaba a Clodio”. Fue en ese momento cuando se le preguntó por qué, entonces, repudiaba a su mujer, respondiendo César: “Porque quiero que de mi mujer ni siquiera se tenga sospecha”. Sin duda, una lección de altura política, de la que deriva el famoso aserto.

Dicen las fuentes, no obstante, que César en realidad tenía más información sobre el asunto de la que se colegía de su postura. Muy propio de los grandes líderes.