Tres son las acusaciones que se arrojan sobre los herejes no secesionistas. La primera identifica la oposición a la independencia de Cataluña con lo más rancio de la historia española, incluidos “monarquía, ejército, iglesia y poderes fácticos”. Como si la historia del mundo en el siglo XXI no estuviera siendo, en realidad, la historia de la globalización y la superación de las fronteras. Como si cualquier análisis prospectivo mínimamente serio no anticipara un futuro de agregaciones en lugar de separaciones, de ampliación de espacios de convivencia en lugar de reduccionismos provincianos, y de sumas en lugar de restas. O como si el mundo entero estuviera encerrándose en el pueblo propio en lugar de estar abriéndose a la aldea global.

El segundo mandoble habitual sitúa la izquierda verdadera indeleblemente unida al supuesto derecho de autodeterminación de todos los territorios de España, mientras la izquierda vendida defiende el “establishment” del imperio. Como si resultara más de izquierdas el compartir trinchera y bandera con el millonario barcelonés antes que con el parado gaditano. Como si el futuro de la izquierda pasara antes por agitar la estelada y entonar “Els Segadors” que por ejercer la solidaridad con el desvalido, viva donde viva y hable la lengua que hable. O como si ser de izquierdas consistiera en hacer política con el carnet de identidad en lugar de hacer política desde los valores de la igualdad, la libertad y el internacionalismo.

La tercera pirueta retórica sitúa a los independentistas junto a la democracia auténtica y el “derecho a decidir”, mientras la izquierda no independentista hace el juego a “dictadores y monarcas”. Como si los catalanes y el resto de los españoles no estuviéramos decidiendo cada día en democracia desde hace 35 años. Como si el ejercicio de la democracia no estuviera inexorablemente unido al cumplimiento de las leyes que nos damos democráticamente. O como si no fuera legítimo rechazar el voto exclusivo de los catalanes sobre la integridad de España, de igual manera que debe rechazarse el voto de los aragoneses para declarar la guerra a Francia, o el voto de los alcalaínos para autodeterminarse como municipio italiano o portugués.

Se descalifica con trazo grueso a los socialistas españoles que no aplaudimos el independentismo catalán, de tal modo que pareciera que todos los socialistas del mundo se estuvieran apuntando constantemente a tales aventuras. Pero jamás escuché a los socialistas franceses reclamar la independencia del Rosellón, o a los socialistas italianos pedir la secesión de Calabria, o a los socialistas alemanes exigir la autodeterminación de Renania-Palatinado. ¿Serán todos ellos también socialistas vendidos a la conjura borbónica?

El colmo del reproche parece recaer sobre la decisión pérfida de anteponer la puesta en servicio del ferrocarril de alta velocidad en el trayecto Barcelona-Madrid, en lugar de hacerlo prioritariamente en el trayecto Barcelona-Bilbao. Pero si tenemos en cuenta que la capital castellana tiene más de tres millones de habitantes, mientras la respetabilísima ciudad vasca tiene apenas trescientos mil, parece bastante evidente que la planificación del AVE ha atendido a razones de obvia rentabilidad social antes que a una maléfica conspiración jacobina. Por cierto, Cataluña es la única comunidad autónoma española con todas sus provincias unidas por alta velocidad ferroviaria, gracias a la gestión del Gobierno de la España imperial-centralista.

Bastante más grave resulta despachar la Transición como un proceso tutelado por militares golpistas que dio lugar a una pseudo-democracia “limitada”. Y todo porque la Constitución de 1978 no avala el separatismo radical de Cataluña. Esta “revisión” torticera de nuestra historia merece una respuesta contundente. No, la Transición Democrática constituye el mayor logro de la historia de todos los españoles, incluidos los catalanes. Y aquella Carta Magna, que votamos todos, los catalanes también, ha resultado el marco jurídico y socio-político que nos ha asegurado el mayor periodo de convivencia pacífica y de progreso en siglos. Es más: la negativa constitucional al separatismo radical constituye uno de sus mejores valores.

Hay un problema en Cataluña, y hay un problema en la relación entre Cataluña y el resto de España. Un problema que se debe resolver desde el diálogo, el entendimiento y la formulación de un nuevo marco de convivencia pactado, a partir de una reforma constitucional en clave federal. Esta es la posición que mantenemos la gran mayoría de los socialistas de Cataluña y del resto de España. Pero la mayor amenaza para aquella relación no llega hoy ni de las conjuras borbónico-militar-eclesiales ni de los malintencionados trazados del AVE. La relación entre catalanes y resto de españoles se deteriora día a día por discursos panfletarios que incitan irresponsablemente al odio entre quienes hemos convivido razonablemente durante los últimos 35 años. Y debemos seguir haciéndolo.