La sociedad española tiene pendientes de afrontar debates presupuestarios muy importantes, que afectan tanto al capítulo de ingresos como al capítulo de gastos.
Para el primer capítulo, ¿por qué modelo fiscal apostamos? ¿Queremos un Estado con recursos suficientes para garantizar desarrollo, cohesión, igualdad y derechos? ¿O nos basta una sociedad en la que el mercado establezca hasta dónde llega cada cual en la satisfacción de sus necesidades? ¿Dónde se sitúa el límite en el que la reducción de impuestos que todos proponen deja de ser un estímulo para la actividad económica y se convierte en un riesgo para la suficiencia de recursos públicos y para la progresividad fiscal?
Y en el capítulo del gasto, ¿qué resortes son realmente útiles para asegurar productividad, competitividad y crecimiento en un marco económico globalizado? ¿Educación, investigación y desarrollo, derechos y bienestar social? ¿O la apuesta debe ser la desregulación y la reducción de derechos laborales y sociales? ¿Hay margen en el modelo social europeo para ampliar el Estado de Bienestar, como se propone desde España? ¿O es imprescindible afrontar su “redimensionamiento”, como se apunta en Francia y Alemania?
Este es el debate que importa. El debate que confronta ideologías y modelos sociales. El debate que ayudaría a identificar y contrastar el modelo socialdemócrata que inspira al Gobierno del PSOE y el modelo neoliberal que preconiza el Partido Popular.
Sin embargo, un año más, en torno a los presupuestos se ha abierto paso un debate confuso y con ribetes claramente demagógicos: el debate sobre la instrumentalización política de las inversiones en cada territorio.
Situar la atención pública de manera casi exclusiva en los datos del gasto inversor territorializado supone ignorar la configuración de todo el capítulo fundamental de los ingresos y obviar asimismo más del 90% del gasto presupuestario no territorializado. No cabe mayor miopía.
Pero es que además los criterios que se manejan de forma habitual para valorar el esfuerzo inversor del Estado en cada región son intencionadamente erróneos, cuando no abiertamente contrarios a la letra y el espíritu de nuestra Constitución.
Desde unos territorios se enfatiza hasta qué punto la inversión que llega en 2008 crecerá respecto a la que llegó en 2007. En otras latitudes se significa si la inversión recibida en la región propia está por encima o por debajo de la media que reciben todas las regiones de España, o del monto que han logrado comunidades “de referencia”, especialmente la catalana. Y finalmente, sin ánimo de agotar el catálogo de contabilidades interesadas, en la mayor parte de las comunidades autónomas se subraya la aplicación o no de determinados criterios de distribución de recursos, establecidos ad hoc, bien la participación regional en el PIB conjunto, bien la población, bien la insularidad…
Un cálculo simple ayuda a desautorizar cada una de estas perspectivas. En la primera resultará muy difícil satisfacer cada año a todas las regiones con incrementos de inversión, porque no es previsible que el superávit que hoy disfrutamos se mantenga indefinidamente. En la segunda fallan las matemáticas: resulta materialmente imposible que la inversión en todas las regiones suba por encima de la media. Y en la tercera nos enfrentamos al famoso “sudoku”: si en unas regiones hemos de ajustar la inversión a la participación en el PIB, mientras en otras ha de asegurarse el porcentaje que equivale al peso de la población, y en las demás ha de primar la dispersión geográfica de los municipios, nunca cuadraremos las cuentas.
El Gobierno de España y las Cortes Generales han de distribuir los fondos correspondientes a la inversión territorializada en función de un solo criterio: la aplicación de los principios constitucionales. Cada región ha de recibir los recursos precisos para asegurar el desarrollo sólido y equilibrado del conjunto de España, la solidaridad interregional y la consecución progresiva de la igualdad de todos los españoles, vivan donde vivan. Y unos años tocará elevar la inversión en unas regiones y otros años tocará en las demás. Así lo ha hecho Zapatero.
Entiendo, aunque no justifico, que se discuta este punto de vista desde las coordenadas ideológicas nacionalistas. El nacionalismo consiste precisamente en la exigencia egoísta de ventajas para el territorio propio en detrimento de los demás. Sin embargo, resulta sorprendente e inaceptable la utilización de estos planteamientos de vuelo bajo por quienes cada día en el PP se arrogan con exclusividad la defensa de la patria y su bandera.
No defienden más España quienes año tras año elevan la voz y crispan el gesto reclamando más dinero para su región en detrimento de sus vecinos. Los auténticos patriotas son los que apuestan por una distribución del gasto que tenga como objetivo el desarrollo y el bienestar de todos los españoles en condiciones de igualdad.
Esto es patriotismo. Lo demás es demagogia y oportunismo.