Destapado el pufo de Gowex, esa empresa que operaba con espacios wifi y se anunciaba en los toldos de los quioscos de las grandes ciudades –y además destapado por una empresa americana cuyo dueño se compara con Batman, que no tiene desperdicio la historia—lo que queda son palabras de orgullo patrio de admiradores poderosos, que han puesto en Jenaro García (creador y ex presidente de la compañía) el acento de la ejemplaridad: “así ha de ser el empresario, el emprendedor, el ciudadano que saque a España de la crisis”. Esos admiradores que, curiosamente, ahora desconocen a “ese individuo”, o a “esa empresa”, o “esa actividad” que antes elogiaban y que ya miran hacia otro lado buscando nuevos héroes de la tierra, pero de los que desayunan en Nueva York y cenan en París, que en la opulencia se mueve el triunfo.

Para el resto no queda esa imagen, una vez más, de una marca España que consiente, que permite, que mira para otro lado y aplaude el beneficio sin dudar de los milagros. Perfecta, eso sí, en una sociedad cada vez más neoliberal, donde las burbujas enriquecen a unos pocos y arruinan a muchos. Y no porque se lleven por delante las inversiones de cuentas falseadas con reducido valor, sino porque se premia el pelotazo del ladrillo, de las acciones o de lo que sea, siempre que dispare un beneficio y venga con una foto bonita con que nos genere ganas de consumir y vivir inmersos en la moda o en la insatisfacción, que al final, no deja de ser lo mismo.

Un ejemplo más de la aborigen que se esconde en este cambio de patrones, donde el rico gusta y el pobre sobra. Y donde el marketing ahoga hasta los valores a reivindicar. Solo hay que ver que la semana donde el orgullo invade las calles, ha estado presidida por la estética y la publicidad, y un nicho de mercado al que colocar viajes, páginas de contacto y bebidas y locales de lujo donde para ser feliz, necesitas dinero y has de consumir.

El problema llega cuando se responsabiliza al individuo de no alcanzar las metas que impone el capital. Entonces, gobiernos como el nuestro lo tienen claro: meten un decretazo por la calle de en medio y nos cuelan medidas a aprobar de urgencia sin trámite parlamentario, excusándose en la urgencia de salir de la crisis y asegurando que con ellas y el decreto–y cito textualmente a Soraya Sáez de Santamaría—se “trata de librar a la economía de las trabas que le impiden crecer y crear empleo con más intensidad, y hacer partícipe a cada español de su parte correspondiente de la recuperación”. Sonar suena a que cada uno se lo resuelva como pueda o si no, que no hubiera entrado en la crisis. Que vaya la hipocresía, cuando cada vez decidimos menos y nos cuesta más –y a nuestros bolsillos también— “salvar” a quienes se han enriquecido a nuestra costa. Dice la vicepresidenta, que son “estímulos con capilaridad precisa para llegar a los sectores más necesitados de apoyo, a los que se ven necesitados de impulsos ágiles y eficientes ahora que comienza la recuperación”. No entiendo qué tendrá que ver la urgencia con la ocultación. No entiendo, e imagino que como yo, muchos ciudadanos, qué tendrá que ver la crisis, más si como dice Montoro, se está saliendo de ella y vamos en el buen camino, con imponer un decreto ley cuya aprobación supone una modificación “ilegal” y “tramposa” (así la definen todos los grupos de la oposición, que además tildan de cacique al Gobierno) de 26 leyes. Habrá que buscar los motivos por los que se quiere silenciar al Parlamento. Tal vez porque, como dice Rajoy no va a permitir que digan que su Gobierno ha destruido el Estado de bienestar. Antes de que llegue la mordaza –si no está ya entre nosotros— juzguen ustedes mismos con la escasa información que nos quieren dar. Y da igual el contenido de esas medidas porque lo importante, lo realmente importante y, sobre todo, grave, es que la democracia se resiente cuando se confunde mayoría absoluta con absolutismo.

Esperemos que la lógica vuelva a la política y no nos sorprendan más superhéroes excéntricos con ganas de impartir justicia que vengan a contarnos desde empresas con nombre de ciudades de comic, qué se esconde detrás de nuestras cuentas. Y no hablo de las de las empresas que se cotizan en los mercados (que también), sino de los hachazos con lo que se reduce lo público para premiar a lo privado. Preparemos por si acaso las palomitas y confiemos en que lleguen pronto nuevos tiempos y nuevos ganas con intención de premiar la transparencia y la igualdad y no abrazar a ladrones de guantes blanco que, por cierto, no saben qué es eso de la cárcel.