Si queremos un Estado garante de una economía competitiva y una sociedad justa hemos de asegurar unos ingresos públicos a la altura de estas expectativas. De lo contrario, tan sólo lograremos la frustración de un Estado que no cumple las funciones que se espera de él o el inconveniente de un Estado inviable por la presión de la deuda.

El Gobierno de España ha afrontado con responsabilidad y valentía el reto de ajustar el gasto público para equilibrar nuestras cuentas públicas, adelantar la aminoración del déficit, y cumplir con los compromisos de estabilización del Euro. En algún momento, no demasiado lejano, tocará también hablar de los ingresos para ajustar nuestro sistema impositivo a las metas colectivas de eficiencia económica y de progreso social. Algunos gobiernos autonómicos han adelantado ya el debate.

Si confiamos en que los ciudadanos nos entiendan en el propósito del ajuste del gasto, por doloroso que este sea, ¿por qué no han de entendernos en el no menos necesario ajuste del ingreso? A nadie le gustan los impuestos, claro está, pero la sociedad española es una sociedad madura y es plenamente consciente de que no podrá homologar definitivamente sus condiciones de vida con las sociedades más avanzadas de Europa si no homologa también sus obligaciones fiscales.

Ahora bien, los españoles solo aceptarán mayoritariamente una reforma fiscal si reúne unas condiciones adecuadas. Esas condiciones son tres: suficiencia, justicia y eficiencia. Un Estado que asegure inversiones productivas en orden a ganar competitividad, en las infraestructuras públicas, en los sistemas de transporte, en la I+D+i, necesita de unos ingresos suficientes. Y un Estado responsable de un sistema de bienestar avanzado y equitativo, en las pensiones, en la educación, en la atención sanitaria, requiere también de recursos suficientes. ¿Más de los que dispone en la actualidad? Indudablemente, sí.

Pero la suficiencia no es condición suficiente. El nuevo sistema fiscal debe ser justo y progresivo. ¿Más de lo que resulta en la actualidad? Indudablemente, una vez más, sí. No es aceptable que las rentas del trabajo estén sosteniendo de manera muy mayoritaria los ingresos fiscales del Estado. El desequilibrio de las aportaciones fiscales entre el trabajo y el capital es insostenible. Quien más gana y más tiene debe aportar más al esfuerzo común por la competitividad, el progreso y la justicia social.

Tampoco bastan la suficiencia y la progresividad en un sistema fiscal justo. Debe asegurarse la eficiencia. El fraude fiscal, el que se practica fuera de la ley o aprovechando los resquicios de la ley, constituye un auténtico agujero negro por el que escapan muchos recursos que en justicia corresponden a la colectividad. Pero, sobre todo, la evasión fiscal socava la confianza de los ciudadanos en el sistema, legitimando y estimulando los comportamientos más insolidarios. Hay que luchar contra el fraude. ¿Más de lo que se hace en la actualidad? Claro que sí.

Y ¿cuál es la prueba del algodón para la suficiencia, la justicia y la eficiencia en nuestro sistema fiscal? Sin duda, su homologación con las sociedades europeas más desarrolladas. La fiscalidad española está hoy más cerca de Rumania, de Eslovaquia y de Irlanda, que de Suecia, de Dinamarca, de Alemania o de Francia. Nuestra presión fiscal en relación al PIB está muy por debajo de la presión existente en estos últimos países. Resulta evidente, en consecuencia, que nuestro horizonte fiscal debe buscarse en el camino de la subida de los impuestos.

Puede entenderse que en la agenda de las reformas estructurales pendientes se antepongan aquellas que dictan las exigencias del Gobierno económico de Europa, y aquellas que pueden servir para aportar más confianza a los amenazantes mercados financieros. Pero no puede ser óbice para que más temprano que tarde hagamos también nuestros deberes en lo referido a la reforma fiscal pendiente.