¿Por qué esta despreocupación por un tema que puede llegar a tener una trascendencia capital para la supervivencia de la población sobre el planeta? Las encuestas realizadas sobre el tema apuntan varias causas, de las que las principales se sitúan, en primer lugar y como opinión de cerca del 50% de la población encuestada, en la percepción de que no es un problema urgente en la actualidad, ante la magnitud y preocupación que les generan otros problemas de índole más socioeconómica; en segundo lugar, citada por porcentajes del orden del 37% de los encuestados, se encuentra la opinión de que poco se puede hacer ante un problema que tiene causas muy diversas, y sobre el que el escepticismo respecto a que sea la actividad humana la causante del problema, y por lo tanto se requiera actuar sobre ésta, está poco engarzado; otras razones, citadas por menos del 25% de los encuestados, son la confianza en que las tecnologías resolverán el problema, la idea de que es un problema a largo plazo que no afectará a su generación, o la creencia de que el que la temperatura aumente ni siquiera sea un problema.

Realmente, cuando se habla de que la temperatura media del planeta se está incrementando a niveles que pronto llegarán a los 2ºC y que pueden llegar a subir hasta 4º u 8ºC a medio-largo plazo, el ciudadano medio español piensa que ello poco puede afectar a su bienestar. Se tratará de bajar la calefacción en invierno y de poner un poco más fuerte el aire acondicionado en verano. O en cambiar sus vacaciones en el mediterráneo por nuevos destinos en el cantábrico.

Sin embargo, este Calentamiento Global, de no evitarse, puede llegar a tener consecuencias catastróficas para la propia supervivencia de la población en el planeta. Y recalquemos el “puede llegar a tener”, porque el conocimiento del clima y de nuestros océanos es todavía muy parcial y fragmentado. Los inmensos volúmenes de aire que constituyen nuestra atmósfera y rodean a la superficie terrestre, y los de agua que constituyen nuestros mares que, a su vez, ocupan del orden del 70% de la superficie del planeta, interactúan entre sí para configurar el sistema climático del planeta. Y el conocimiento de todo este proceso es todavía parcial y fragmentario, lo que no debería servir de excusa para no preocuparnos de un proceso ya cierto, avalado por los datos recogidos de forma crecientemente más precisa por la comunidad científica.

Si los datos son objetivos y están asumidos incluso por los científicos que trabajan para las multinacionales de la energía, automoción o similares, particularmente interesadas en mantener su negocio a salvo de “incidencias” (como durante mucho tiempo sucedió con las multinacionales del tabaco y sus “demostraciones” respecto a la falta de relación del tabaco con enfermedades como el cáncer) poca duda cabe de que la concentración de CO2 equivalente en la atmósfera ya ha alcanzado cifras en el entorno de 400 ppm, lo que implica que el Calentamiento del orden de los 2ºC es muy probablemente inevitable a corto plazo, si bien en los últimos doce años dicho calentamiento de la superficie terrestre se ha estabilizado en los registros disponibles, como consecuencia –según las últimas investigaciones disponibles- de que los océanos están absorbiendo parte del calor generado e incrementando a su vez su temperatura en capas profundas.

¿Cuáles son las consecuencias esperables de este proceso de Calentamiento Global del planeta? Si en los hechos registrados la unanimidad es casi completa, en la interpretación de estos hechos y, sobre todo, en las consecuencias posibles de los mismos, las posiciones son muchos más variadas, ya que responden a objetivos y visiones diferentes, que se basan en la modelización de los procesos actuales y en la proyección, según estos modelos, de lo que puede suceder, definiendo los que se denominan Escenarios de futuro. Y aquí nos encontramos desde posiciones que señalan consecuencias futuras mínimas, o inexistentes, hasta Escenarios que muestran que la población sobre la tierra puede colapsar en los próximos dos decenios, como consecuencia de migraciones forzadas, guerras y mortalidad de la población que puede dejar diezmada a la humanidad, o incluso llegar a dejarla en cifras residuales respecto a los 7.300 millones de personas actuales.

Las consecuencias de la liberación del metano congelado en el permafrost del Ártico y su incidencia en cambios más bruscos y acelerados del Calentamiento (pudiendo superar los 8ºC) y el rápido deshielo de los polos y del resto de glaciares (ya en proceso de rápido deshielo) son las principales causas –aunque no las únicas- que se ligan a esta potencial debacle de la humanidad. En una posición más intermedia se encuentran los informes del IPCC o de otros organismos oficiales americanos o de Naciones Unidas, a los que nos hemos referido reiteradamente en esta sección, y que han sido objeto de presentación y discusión en la Cumbre del Clima celebrada en Naciones Unidas en el final del verano y principio del otoño de este año 2014. Y no dejan lugar a muchas dudas: el riesgo es creciente y si no se actúa urgentemente las consecuencias pueden ser catastróficas.

Con esta base, más de 120 Jefes de Estado (incluido el español) y de Gobierno han sido prácticamente unánimes en sus discursos sobre el problema y en el reconocimiento de los riesgos que representa el Calentamiento Global; así como, también, sobre la necesidad urgente de intervenir para evitar situaciones catastróficas de alto coste para la población del planeta. Pero los resultados de la Cumbre sólo pueden considerarse como muy limitados, y reducidos a la voluntad particular de ciertos países, instituciones u organismos. Se acordaron donaciones al Fondo Verde del Clima para potenciar medidas contra el Calentamiento Global. 228 ciudades, que suman más de 400 millones de habitantes (menos del 10% de la población urbana del planeta) suscribieron un convenio para reducir sus emisiones en un 12% anual. La Declaración de los Bosques de Nueva York ambiciona reducir a la mitad la pérdida de superficie forestal hasta 2020 y frenarla totalmente para 2030, y, en este sentido, sólo 36 países (con la grave ausencia de Brasil) firmaron otro acuerdo para frenar la deforestación y recuperar 350 millones de hectáreas de tierras degradadas. Estados Unidos asumió que sus emisiones para 2020 se reduzcan en un 17% respecto a las de 2005 (lo que no puede considerarse un gran compromiso para el principal emisor per cápita del planeta).Se estableció una Alianza para una Agricultura Climáticamente Inteligente que ambiciona reducir las emisiones de este sector. Se han presentado iniciativas diversas para reducir las emisiones industriales y en el sector del transporte voluntariamente, sin mayores condicionantes. Se habló de la potenciación de las energías renovables en el Este y Sur de África y en otros países en desarrollo, así como de los proyectos de mejora de la eficiencia energética en más de 40 países y en 30 ciudades, y también numerosas organizaciones empresariales de distintos sectores asumieron genéricamente este compromiso; se habló del creciente auge de los “greenbonds” como instrumentos financieros para proyectos “verdes”, principalmente energéticos, del sector del automóvil (eléctrico) o de otros ámbitos que impliquen reducción de emisiones, así como de los compromisos de inversores privados (incluyendo a los Rockefeller) por el cambio de sus inversiones desde las empresas de explotación de combustibles fósiles hacia empresas potenciadoras de renovables y de actividades de baja emisión de GEI. O, por último, por citar los aspectos más positivos, de la creciente preocupación de las aseguradoras o de los principales fondos de inversión por las crecientes consecuencias negativas del fuerte incremento de las catástrofes ligadas a fenómenos climatológicos y la forma de incluirlas en sus pólizas y previsiones de inversión futura.

¿Son suficientes estas medidas para frenar el proceso de Calentamiento Global y prevenir los riesgos que el mismo implica? Manifiestamente no, a la luz de los propios informes disponibles, y pese al triunfalismo de la Declaración Final de la Cumbre Mundial del Clima, cuando señala que ha servido para lograr “ambiciosos avances”. Sin negar en lo más mínimo lo positivo de los compromisos antes citados, o de los del sector financiero y de los especuladores en el cambio de dirección de sus inversiones hacia la conversión de la “economía verde” en otro de los motores de sus beneficios futuros; como tampoco cabe menospreciar la importancia que tiene el que “más de 70 países y 1.000 compañías han subrayado la necesidad de desarrollar mecanismos que reflejen de forma adecuada el coste real de la contaminación y las emisiones” (lo que denominamos internalizar los efectos externos de la emisión de GEI) como señala la señalada Declaración Final, por ningún sitio se aclara las medidas concretas y el control de la efectividad final de estos compromisos, salvo unas breves referencias a mecanismos ya en funcionamiento y de escasa incidencia global; o a medidas genéricas como “el establecimiento de un precio a las emisiones de carbono” o la recomposición de las primas de los seguros.

Aunque estas últimas medidas pueden tener más incidencia en el marco de una sociedad en el que el mercado tiene una cierta influencia (pese al peso de los oligopolios y de la tremenda concentración de los fondos especulativos de inversión), ha quedado claro que son los Estados los que tienen que dar solución a la que se ha aceptado por la Cumbre como mayor amenaza contra la estabilidad de la población y su bienestar sobre el planeta. Y las medidas técnicas y científicas necesarias están definidas, aunque también lo está el escepticismo sobre la capacidad de los Gobiernos para imponerlas y gestionarlas. La Cumbre del Clima que acogerá París en diciembre de 2015 será la última oportunidad de constatar hasta qué punto los intereses globales de la población mundial y su bienestar será capaz de situarse por encima de los intereses mercantilistas y de los egoísmos locales. Aunque la pregunta fundamental es la de hasta qué punto existen medidas viables que, sin poner en cuestión el funcionamiento global de la economía y del capitalismo y dominio de la economía financiero-especulativa, puedan llevarnos a solucionar el problema del Calentamiento Global.

Y, la primera pregunta viene desde una de las soluciones globales que se ha puesto encima de la mesa por muchos economistas confiados en las posibilidades de solución dentro de los propios mecanismos de mercado: ¿son los impuestos a las emisiones de carbono y, en particular a las emisiones derivadas de las economías fósiles una solución al problema? Porque, en síntesis, la mejora de la eficiencia energética, la captura de carbono y estos impuestos serían las medidas que, básicamente, se propugnan como alternativa a la Gran Transformación socioeconómica (acabar con la sociedad de consumo despilfarrador y el capitalismo que la sustenta y alimenta) que se propone como única alternativa desde posiciones científicas más radicales.

La filosofía que subyace a esta pregunta sobre el alcance de los impuestos a las emisiones de carbono es la constatación económica de que si el precio de un artículo sube, su demanda se reduce y se traslada a productos alternativos, que ven incentivada su demanda y producción; aunque terminan también subiendo de precio, a más o menos plazo, acercándose a los de los primeros más los impuestos incorporados.

Atendiendo a esta solución, el incremento de los impuestos a los productos emisores de gases de efecto invernadero (GEI) responsables del Calentamiento Global debería ser una de las políticas básicas de lucha contra el Cambio Climático. Y así lo pretendió la Unión Europea con una actuación más compleja: precio a las emisiones de CO2 asociado a la limitación de emisiones totales de cada país miembro. El éxito de esta medida estaba ligado al hecho de que la tonelada de CO2 adquiriera en el mercado un valor suficiente como para ser un revulsivo que actuara en la línea de convencer a productores y consumidores de una modificación en sus comportamientos. La estructura y gestión real del proceso ha dado lugar a precios de la tonelada de CO2 ridículos, que no han actuado más que marginalmente en la línea pretendida. ¿Podría una sustitución de esta política por la de imposición de un impuesto directo a la emisión potencial de GEI de cada producto mejorar el proceso? ¿Es viable el que todos los países incorporaran, como mínimo, esta imposición bajo premisas y tasas comunes, a un nivel con efectos transformadores sobre las emisiones, cuando países como Australia, en julio de este año, acaban de hacer precisamente lo contrario, señalando que “con ello se ahorran del orden de 550 dólares australianos a cada familia?. ¿Se podrá pasar de una situación dominada por las subvenciones y apoyo público a la utilización de energías fósiles (estimados en más de 600.000 millones anuales) a su supresión e incremento de fiscalidad hasta niveles globales homogéneos para las mismas? ¿Es viable generalizar el pago por servicios ambientales, donde, por ejemplo, al mantenimiento de los bosques o a la reforestación se le incorporen los beneficios que implican para disminuir la concentración de GEI?

Las respuestas a estas cuestiones son complejas y requerirán de un próximo artículo, pero, en todo caso, si los productos cuyo consumo dan lugar a la emisión de gases de efecto invernadero reducen su demanda, es evidente que la concentración de estos gases en la atmósfera crecerán en menor medida, y que el problema se ralentizará en el tiempo.

Pero no se resolverá sólo con estas medidas y el riesgo seguirá existiendo, siendo evidente para la mayoría de los científicos que el Calentamiento Global y sus consecuencias exigen soluciones Globales y radicales que reviertan una dinámica ya difícilmente reversible (deshielo de glaciares, afección a los círculos polares y a los océanos,…) o que al menos frenen la velocidad de producción de los procesos correspondientes y de sus efectos más preocupantes. Pero también es evidente que falta la capacidad de desarrollar instrumentos de aplicación global y generalizada para resolver esta problemática. Que las buenas intenciones de Naciones Unidas con su convocatoria de la pasada Cumbre Mundial del Clima, o el desarrollo histórico de las Cumbres sobre el Cambio Climático han mostrado la insuficiencia de los instrumentos multilaterales para enfrentarse con rapidez y eficacia a situaciones como las que se enfrenta la Humanidad. Y que los Gobiernos, escasamente presionados por una población más preocupada por el día a día que por la supervivencia a largo plazo, poco interés tiene en enfrentar un problema que va a implicar incrementos en el precio de la energía y medidas restrictivas sobre un consumo que es la esencia de la propia sociedad que les sustenta y de los votos que les legitiman.

Los países más contaminantes, con la excepción de la Unión Europea, algunos de ellos incluidos dentro del epígrafe de “países en vías de desarrollo” han aumentado notablemente sus emisiones en los últimos años, en paralelo a su crecimiento del PIB y al uso del carbón. Pero estos últimos denuncian que la responsabilidad de la concentración actual de gases de efectos invernadero y del crecimiento de temperaturas generado, es de los países ya desarrollados; y que son ellos los que deben asumir la carga de sus acciones pasadas.

Si no hay solución sin medidas globales, ¿es de esperar que en París, dentro de 15 meses, se adopten las suficientes para no llevarnos a un colapso de la Humanidad?