Bin Laden no celebrará el acontecimiento porque una unidad militar altamente especializada lo liquidó en una operación que para muchos equivalió a un puro asesinato. Aunque el extremismo islámico ha sufrido golpes severos, no puede garantizarse que el mundo hoy no es más seguro que hace diez años, ni Estados Unidos puede presumir de haber sabido mantener la solidaridad y simpatía que recibió de casi todas las latitudes. Las dos guerras que la anterior administración emprendió no están aún resueltas, ni mucho menos.
GUERRAS SIN CERRAR
En la injustificable guerra de Irak, persisten todavía múltiples interrogantes sobre la capacidad de los dirigentes iraquíes de mantener la estabilidad, cuando se haya completado la retirada militar estadounidense, a finales de año. Ya es seguro que miles de soldados continuarán en el país, nominalmente para asegurar el entrenamiento de las fuerzas iraquíes, pero no son pocos los que creen que sería una locura descartar un regreso si la enésima oleada de atentados deriva en desestabilización o incluso la reanudación de la guerra civil.
En Afganistán se intenta mantener el calendario de retirada escalonada. A pesar del debilitamiento de los talibanes, ni el gobierno ni el ejército locales terminan de consolidarse como instituciones seguras, fiables y eficaces. La corrupción ha minado la confianza y ha convertido las relaciones bilaterales con Estados Unidos y Occidente en un continuo escenario de fricciones y sospechas. El coste de la presencia militar –tantas veces calculado y reiteradamente corregido al alza- se añade al goteo incesante de las víctimas (militares y civiles). El apoyo popular está bajo mínimos, por doquier. Las operaciones militares de bajo riesgo –los ataques de los drones, los aviones sin piloto- incrementan la cuenta de daños personales hasta límites que el maquillaje burdo de cifras no consigue disimular, como se puso de manifiesto en un reciente informe filtrado a la prensa norteamericana.
La Administración Obama, que heredó las guerras, ha querido concluirlas, con éxito desigual, como se ve. Pero en el plano de los derechos humanos, por muy buenas que fueran las intenciones, el resultado ha sido decepcionante. El cierre de Guantánamo se ha tenido que retrasar. La dependencia de empresas privadas de seguridad ha ido en aumento. La ética de la lucha “antiterrorista” continúa bajo sospecha. Si la administración Bush amparaba prácticas ilegales de detención y trato de prisioneros, la actual directamente liquida en tierra las bases que el Pentágono o los distintos servicios de inteligencia consideran sospechosas. El mencionado asesinato de Bin Laden pudo ser muy popular entre amplios sectores de la sociedad norteamericana, pero repugnó a numerosas capas de la base social y electoral del presidente y su partido. Las críticas de Obama a los años oscuros de Bush han quedado obsoletas o, lo que es peor, ahora empiezan a sonar inconsecuentes y hasta hipócritas.
LAS REVUELTAS ÁRABES
En cuanto al influjo del desafío jihadista en las sociedades árabes, el múltiple atentado de 2001 ha dejado una herencia compleja. Muchos analistas se complacen en señalar que la reciente oleada de revueltas árabes supone la confirmación de la derrota del extremismo islámico. Aunque hay argumentos sólidos que avalan esta interpretación, aún es pronto para valorar el fenómeno.
Es posible que las manifestaciones violentas (o terroristas por emplear el término al uso, aunque, por muchas razones, discutible) dispongan hoy de menos apoyo popular o social que hace una década. La ‘música’ que se ha escuchado durante las revoluciones de este año, con sus soportes y recursos electrónicos y cibernéticos, invita a pensar en un futuro prometedor para una reforma laica, democrática y participativa de los sistemas políticos. Pero la ‘letra’ es variada y, en ciertos casos, confusa. Los islamitas, más o menos moderados, cuentan con serias posibilidades de alzarse con mayoría en los procesos -formalmente constituyentes o no- en Egipto y Túnez, y ahora también, por lo que empieza a apreciarse después de tanta oscuridad y propaganda, en Libia. Lo mismo puede aventurarse en Yemen, y quién sabe si en Siria, donde otros peligros de desintegración y tensiones sectarias ocultan el peso del islamismo. O en Jordania, que permanece en una suspendida situación de fragilidad permanente.
Estos días podemos leer balances, análisis y evaluaciones de todo tipo sobre la herencia del 11 de septiembre. Algunas acentúan la interpretación más convencional, con más o menos ribetes críticos. Las teorías conspiratorias, aunque marginales, continúan resistiendo el paso de tiempo: si se sigue hablando de ellas, aunque sea para descalificarlas, es que no han sido erradicadas. De hecho, el 30% de los norteamericanos creen que la versión oficial es errónea o directamente falsa.
DAÑOS COLATERALES
Es interesante destacar, entre tanta literatura de ocasión, una contribución del siempre atrevido y sugerente Noam Chomsky, en un artículo recuperado por el semanario THE NATION. El intelectual crítico reflexiona sobre los supuestos ‘crímenes de Estado’ cometidos por la dos últimas Administraciones, la perversión de la jurisprudencia internacional en la persecución de genocidas y criminales internacionales y antecedentes y consecuentes que emponzoñan la credibilidad y el prestigio de Estados Unidos.
Al lado de estas consideraciones políticas y morales de altura, las reflexiones sobre las consecuencias económicas de la gestión del 11 de septiembre parecen cosa menor. No lo son tanto, si tenemos en cuenta que el coste de las guerras y de los monstruosos aparatos de seguridad (unos 3 billones de dólares) ha contribuido decisivamente a precipitar la recesión mundial más grave de los últimos ochenta años, lo que ha justificado actuaciones y decisiones que han debilitado los derechos labores, dañado servicios sociales básicos y provocado un retroceso ampliamente reconocible en el nivel de vida de la mayoría de la población en todo el mundo occidental.