El turismo está colaborando al logro de estos objetivos en este año de 2011, con un crecimiento previsto para el sector del 2,2%, tres veces superior a la previsión de crecimiento del PIB para España. Y ello, fundamentalmente como consecuencia del crecimiento de la demanda extranjera (la demanda interna continúa disminuyendo) que huye de países con conflictos geopolíticos (norte de África). Aspecto positivo pero que, a su vez, muestra una gran debilidad: el crecimiento no se produce por méritos propios sino por deméritos de los competidores.

Y esta línea es la que se muestra en el último trabajo del Foro Económico Mundial (http://www3.weforum.org/docs/WEF_TravelTourismCompetitiveness_Report_2011.pdf) en el que se recoge una pérdida relativa de competitividad del sector en España frente a Reino Unido y Suecia, pasando de la 6ª posición de 2009 a la 8ª en la actualidad. Según este Informe, y al margen de las matizaciones y reservas que exige su metodología de elaboración, la razón de esta pérdida de competitividad se basa, en gran parte, en el empeoramiento de su sostenibilidad ambiental, y de sus recursos humanos y naturales. En todo caso, las peores calificaciones relativas de España se producen en la regulación turística, en los precios y en la cualificación de los recursos humanos, mientras que las mejores se sitúan en el capítulo de los recursos naturales y culturales: lo que constituye el patrimonio territorial del país; aunque el relativo deterioro de algunos aspectos de las políticas ambientales sea una de las causas que el Informe destaca para valorar la pérdida de nuestra competitividad relativa.

En todo caso, España, tras la reducción de visitantes que supuso la crisis global iniciada en 2008, ha vuelto a la senda de incremento cuantitativo de los turistas, superándose los 53 millones de visitantes en el año 2010, pero con las mismas debilidades que cada vez de una manera más clara se han ido perfilando a lo largo de los últimos 15 años.

Exceltur, en el Encuentro internacional que organiza sobre Turismo, celebrado en Santander el pasado 20 de julio, y en el que se presentó el Informe MoniTUR 2010, ha destacado la necesidad de mejorar la productividad del sector y de introducir modificaciones en el mismo que permitan asegurar su sostenibilidad económica y empresarial a largo plazo. Y ello, en un marco en el que el creciente peso de la web en la comercialización, y el tener que atender adecuadamente a las motivaciones de una demanda con capacidades de elección crecientes, deberían ser causas suficientes para cambiar la forma de enfocar las políticas turísticas.

Hay que ser conscientes de que no tiene mucho futuro la filosofía de más turistas a cualquier precio (el Vice-consejero de Turismo de Canarias defendió esta posición, o el propio secretario de Estado de Turismo veía indudablemente positivo el aumento del número de visitantes) cuando el saldo marginal de un nuevo turista en determinadas áreas y tipologías da lugar a un balance neto negativo para el país. Si el aumento del número de turistas se produce reduciendo precios y servicios, los resultados serán cada vez más insatisfactorios; sólo si la política turística es capaz de responder a la generación de nuevos sectores de demanda ambientalmente sostenibles e integrados en nuestra cultura y capacidad de innovación, el turismo podrá tener futuro como área significativa de actividad del país. Para ello, la política deberá promover una recreación del sector sobre nuevas bases socioeconómicas, territoriales y ambientales; impulsar la regeneración y recreación de ámbitos maduros y obsoletos para las necesidades de una demanda que interese a los objetivos del país (que es muy distinta a la del turismo de masas iniciada por los “tour operators” en la década de los setenta) y recuperar el atractivo de los recursos ambientales y del paisaje que fueron el núcleo central de la demanda turística de España. Es necesaria una política que ofrezca una variedad y diversidad de productos turísticos (definiendo una marca propia para cada uno de ellos) adaptando y diversificando los destinos y asegurando que cada uno de ellos tenga la calidad (urbanística, ambiental, de servicios, confort, etc.) exigible, con pautas de productividad y de satisfacción del turista elevadas, y que esté adaptada a las nuevas necesidades del siglo XXI (sostenibilidad ambiental, adaptación y lucha contra el cambio climático, preservación del patrimonio, productividad, empleo, …).

En esta línea podemos situar la aprobación por el Consejo Español de Turismo del compromiso a favor de un nuevo modelo de turismo para el litoral español y su declaración de adhesión al Plan Turismo Litoral Siglo XXI, en el que se pretende que el sector crezca en un 3% de media anual en la década 2010-2020, reducir su carga ambiental, revalorizar y restaurar el litoral y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero ligadas al sector en un 20%, entre otros aspectos. Es un buen primer paso pero, por ahora, es sólo un documento de buenas intenciones. Su ejecución exige una política valiente, interactiva y de fuerte liderazgo político. La cuestión es preguntarse hasta qué punto eso es posible aquí y ahora.

Centrándonos en la sostenibilidad ambiental, no se puede olvidar la incidencia que tienen en la misma el urbanismo y la ordenación del territorio, ya que, a su través se modula el territorio y el paisaje, con una gran perdurabilidad en el tiempo de sus efectos, al margen de los beneficios o perjuicios que produzcan a la población y a los propios ecosistemas o recursos naturales. Su carácter horizontal y multisectorial posibilita que sean instrumentos fundamentales para la coordinación, concertación y cooperación en la definición del modelo de desarrollo y en la defensa y enriquecimiento del patrimonio territorial, porque dos de sus principales virtudes son: en primer lugar, la de conseguir sinergias entre las distintas actuaciones de las administraciones públicas (infraestructuras, servicios, políticas agrarias, ambientales, etc.) y las del sector privado, atendiendo al hecho de que todas las actividades necesitan un espacio para localizarse y desarrollarse; y, en segundo lugar, la de evitar actuaciones desproporcionadas (el exceso actual de determinadas infraestructuras o la falta de coordinación entre ellas, la sobre-urbanización o el deterioro producido en los paisajes litorales son buenos ejemplos) o efectos externos negativos para la sociedad (burbujas especulativas, deterioro de la oferta turística por deterioro del entorno,…) con unos costes desproporcionados para la mayoría de la población.

Porque, precisamente los fuertes beneficios y costes que se derivan de las actuaciones con incidencia territorial son otras de las características más singulares y problemáticas de estas disciplinas científicas. En efecto, a través de la planificación y gestión urbanística y territorial se producen cambios muy importantes en el valor del suelo (tanto positivos como negativos) que inciden de manera muy desigual sobre los ciudadanos y sobre los propietarios del mismo. La magnitud de estos beneficios o costes posibilita, entre otros aspectos, la existencia de corrupciones de diverso tipo que afectan, con demasiada frecuencia, a políticos, técnicos y administrativos ligados a los procesos de transformación urbanística y territorial. Desgraciadamente, además, los mecanismos de corrección de ilegalidades en estos campos están claramente desequilibrados, de manera que son desproporcionadamente reducidas las penas correspondientes a los delitos cometidos, comparadas con la magnitud y grandes beneficios asociados a los mismos. Por último, tampoco el resultado del delito (edificios ilegales, en muchos casos) es siempre objeto de derribo o de corrección, quedando muchas sentencias incumplidas, desapareciendo el carácter de ejemplaridad que se supone a las mismas, y dando lugar a que los procesos tiendan a repetirse incluso por los propios condenados (puede verse al respecto la Memoria de las II Jornadas de Legalidad Territorial y Ambiental – http://issuu.com/fundicot/docs/2legalidad ).

El resultado global de esta dinámica, en España, a lo largo de los últimos cincuenta años ha sido desgraciadamente muy negativo; tanto durante los años de dictadura franquista, con una gestión centralizada del urbanismo y de la ordenación del territorio en la administración general del estado (AGE), como en los treinta y tres años de democracia, con una gestión autonómica derivada de la consideración como competencia exclusiva de las Comunidades Autónomas (CCAA) del urbanismo, de la ordenación del territorio y de la gestión ambiental. Las políticas y actuaciones urbanísticas y territoriales desarrolladas han tenido efectos muy importantes sobre el conjunto de la economía del país y han colaborado muy directamente a la generación de la actual crisis socioeconómica, significando un altísimo coste para el conjunto de la sociedad, tanto por su participación en los cíclicos procesos especulativos en el suelo y la vivienda con la creación de sucesivas burbujas inmobiliarias que terminan con graves crisis en la economía española, como colaborando de forma destacada al nivel de endeudamiento del sector privado en España que está condicionando una de las fases de mayor inestabilidad, paro y malestar social del país.

Y hay que destacar que una de las causas fundamentales del proceso es el marco legal que se inicia con el cambio de gobierno de 1996, con una ley del suelo incentivadora de la especulación inmobiliaria (ley del suelo de 1998) y con una incomprensible sentencia del Tribunal Constitucional que excluye a la Administración General del Estado (AGE) del imprescindible proceso coordinador en la materia (sentencia del TC61/1997, de 20 de marzo). Si a esto se une una demasiado frecuente ausencia de políticas de ordenación del territorio adecuadas, y unos planes generales o de desarrollo continuamente modificados y adaptados al negocio inmobiliario, tenemos definido el marco que ha propiciado e impulsado las burbujas especulativas en el país.

Otra consecuencia de la búsqueda de beneficios especulativos en la revalorización del suelo asociada a determinadas políticas urbanísticas y de ordenación del territorio, ha sido la de generar procesos de transformación territorial absolutamente desaconsejables con grave deterioro de áreas y ecosistemas de gran valor, fuerte deterioro del paisaje, negativas consecuencias sobre el turismo y generalización de un modelo de ocupación del espacio (ciudad dispersa, con urbanizaciones de gran extensión y muy baja densidad de edificación) de muy baja eficiencia energética (en un país que depende casi al 100% del petróleo, gas natural y uranio y en cerca del 80% del carbón utilizado) y económica (los costes de mantenimiento y gestión de este modelo han desbordado las capacidades económicas de la mayoría de los municipios que han dejado de percibir los ingresos asociados a la expansión urbanística -los ingresos municipales se habían multiplicado, como media, por ocho en lo alto del ciclo– abocándoles la actual crisis a situaciones de quiebra económica). Además, está importante merma de ingresos se produce en todas las administraciones y está llevando a un sensible deterioro de las urbanizaciones, mobiliario urbano y servicios públicos en muchas zonas del territorio español, incrementando la degradación del patrimonio y del paisaje de las mismas, con sus correspondientes efectos negativos sobre una de las pocas actividades económicas que está actuando como dinamizadora de la economía y que representa en la actualidad más del 10% del PIB español, como es el turismo.

También este modelo ha conducido a unas emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) fuertemente crecientes en el período 1996-2007 como consecuencia del incremento de la movilidad obligada (el transporte representa más de un tercio de las emisiones de GEI) y de la promoción de una edificación centrada en el negocio inmobiliario que ha olvidado principios básicos bioclimáticos o de eficiencia energética y ambiental, llevando a que el sector represente del orden de otro tercio de las emisiones de GEI; de manera que del orden de dos terceras partes de las emisiones de GEI están directamente ligadas al modelo de desarrollo territorial, urbano y edificatorio seguido; y no cabe duda que los necesarios cambios en estas emisiones exigen actuaciones urgentes sobre estos modelos.

Si su insostenibilidad ambiental no presenta dudas, tampoco la tiene su insostenibilidad ética. La especulación urbanística ha llevado a frecuentes casos de corrupción posibilitados por las fuertes revalorizaciones y rentabilidades obtenidas para las inversiones efectuadas; ha favorecido y favorece el blanqueo de dinero negro; e implica procesos de trasferencia de renta desde el conjunto de la sociedad (sobre todo de los jóvenes y personas sin patrimonio inmobiliario) a los especuladores que, frecuentemente, terminan en los denominados paraísos fiscales. Además, esta situación ha colaborado a una grave pérdida de imagen de España, tanto en los índices de corrupción de los indicadores internacionales como por la pérdida de confianza en la política urbanística y territorial, o en la administración y en la justicia española. El Informe Auken al Parlamento Europeo, de 20 de febrero de 2009, aunque sin ninguna trascendencia jurídica por ahora, enmarca nítidamente esa grave pérdida de imagen que se ha visto completada con la tramitación ante los tribunales europeos de Luxemburgo de las quejas contra leyes urbanísticas concretas (legislación urbanística valenciana) y sobre la aplicación de la Directiva sobre contratos públicos.

Esta dinámica es histórica y se seguirá reproduciendo mientras no se cambie estructuralmente la situación. Y, uno de los elementos estructurales a modificar es la irracional demanda social de vivienda en propiedad para todos los hogares, al margen de sus características y circunstancias. Esta demanda social ha servido como justificación adicional para la especulación urbanística que ha utilizado el facilitar el acceso a la vivienda como uno de los elementos impulsores de la burbuja. Esta justificación viene cultural y mediáticamente ligada a tres principios falsos: que una mayor oferta de viviendas, sin más, implica una reducción de su precio y facilita el acceso a la compra de la misma (nunca se ha incrementado en mayor medida la oferta de viviendas que entre 1997 y 2007, a la vez que los precios crecían de manera desmesurada –crecimiento por encima del 11% anual entre 1997 y 2007- y la accesibilidad a la misma se reducía fuertemente); que la compra de la vivienda con la hipoteca correspondiente cuesta lo mismo que el alquiler, lo que no es cierto de forma integrada ni en cuanto a riesgos ni en cuanto a dependencia y a movilidad potencial del residente (aspectos que no se citan ni valoran para el adquiriente); y que las viviendas nunca bajan de precio y son la forma más rentable de canalizar los ahorros para el futuro, lo que no es históricamente cierto, ya que los ciclos bajistas, en España, han llevado a pérdidas reales de valor superiores al 40% (1979-1986) y existen productos de inversión de rentabilidad mucho más segura y estable (empezando por la propia deuda pública) que no tienen el riesgo de pérdida del patrimonio por impago de las correspondientes hipotecas.

Otro de los aspectos estructurales a modificar, que está en la base de algunos de los problemas anteriores, es el mantenimiento de unas delimitaciones municipales provenientes del siglo XIX, que ha llevado a que España posea 8.114 municipios en la actualidad. El alto número de municipios con reducida población y en despoblamiento (tanto por su envejecimiento demográfico como por la emigración de su población joven) define una situación insostenible que se refleja en el hecho de que en más del 80% del territorio español los municipios existentes tienen unas capacidades de gestión y disciplina territorial muy reducidas, pero en los que muchos promotores han iniciado o propiciado fuertes procesos de desarrollo urbanístico, cuya bondad, consecuencias, control de legalidad y gestión acorde con los intereses del municipio, difícilmente han podido ser evaluadas y desarrolladas adecuadamente por la administración municipal. La necesidad de prever y poner solución en la actualidad a una estructuración municipal obsoleta, al menos en lo que se refiere a la distribución de funciones y competencias territoriales y ambientales para lo que son las necesidades del siglo XXI, es una de las demandas no adecuadamente considerada ni resuelta por nuestros poderes públicos.

En el otro lado de la moneda, el conjunto de ámbitos supramunicipales (RFU, AM y AU) que concentran la población, actividad, poder y gobierno territorial están integrados por el 9% del total de municipios existentes pero concentrarán en 2015 más del 70% de la población previsible, creciendo a una media del 7% frente al 3% del correspondiente total de España, continuándose el proceso de concentración de la población en las principales áreas urbanas supramunicipales. Pese a lo cual, el fenómeno supramunicipal y los graves problemas que plantea (dispersión urbana, accesibilidad, movilidad, servicios públicos, ineficiencia energética y ambiental, gestión de la oferta de viviendas, regeneración urbana, etc.) no es considerado como tal, careciendo de un adecuado planeamiento territorial, salvo en contadas excepciones. Ni estas áreas ni las zonas litorales, también caracterizadas por continuos urbanísticos dispersos supramunicipales, han tenido –salvo contadas excepciones- adecuados instrumentos de ordenación del territorio que racionalizaran los procesos de expansión urbanística en términos de eficacia y eficiencia económica, energética, territorial y ambiental.

Ante unas cercanas elecciones generales y tras unas elecciones territoriales que han cambiado radicalmente la ideología predominante en el gobierno territorial, es pertinente preguntarse si son esperables políticas que den salida a la problemática señalada, mejorando la sostenibilidad del desarrollo, e incidiendo con políticas urbanísticas y de ordenación del territorio, que ante una situación de crisis global, colaboren en los cambios estructurales necesarios para avanzar hacia un nuevo modelo de desarrollo. Porque hasta ahora no hay motivos que permitan suponer que estos cambios vayan a producirse a medio plazo, aprovechando que de cara al próximo lustro es muy difícil que se inicie una nueva burbuja inmobiliaria, tanto por la dimensión alcanzada en el parque de viviendas (del orden de 27 millones con menos de 17 millones de hogares o, lo que es lo mismo, más de 10 millones de viviendas en segunda residencia, inversión especulativa o ruina/abandono rural) como por el número de viviendas en venta (del orden de dos millones entre nuevas y de segunda mano) el fuerte endeudamiento privado, y las dificultades para acceder a los créditos hipotecarios por la situación del sistema financiero español.

Pero, si no se actúa al respecto van a persistir el resto de problemas citados: utilización del urbanismo y la construcción como fuente de financiación municipal allí donde le sea factible al ayuntamiento; mantenimiento de la insostenibilidad ambiental del modelo con la expansión de la ciudad dispersa; ausencia de un adecuado planeamiento, gestión y disciplina territorial en las principales áreas supramunicipales en expansión que corrija la insostenibilidad de las mismas; inadecuada estructura municipal en la mayoría del territorio español; deterioro del patrimonio territorial por aprovechamiento, en una situación de crisis, de los espacios de más valor y atractivo para la urbanización; continuación en el deterioro de la imagen turística de España, etc.

No se puede olvidar en este sentido que, tal y como señala el OSE en su Informe sobre Sostenibilidad del año 2010, según el planeamiento urbanístico vigente en las áreas urbanas supramunicipales, que son las que presentan un mayor potencial de expansión, sigue clasificada una cantidad de suelo para el potencial desarrollo urbano que casi duplica la ciudad existente en las mismas. Y no hay que olvidar que dicho planeamiento urbanístico se ha aprobado además, en su inmensa mayoría, antes de la Ley del suelo de 2007; y, dada la ausencia de incorporación de la misma en la correspondiente legislación autonómica, previsiblemente con la misma filosofía que ha ayudado a la generación de los problemas actuales. Corregir todo lo cuál va a exigir un nuevo marco de intervención y gestión en el que el papel de la AGE tendría que ser necesariamente creciente y significativo. Y ello tanto por la inercia del sistema y sus dificultades para mejorar su eficiencia energética y ambiental global, a la vez que se mejoran la cifras del paro y de la productividad o el acceso a la vivienda, como por la necesidad de hacer viable el establecimiento de cambios y transformaciones en estructuras, regulaciones y comportamientos que puedan asegurar un cambio real en la evolución futura, cumpliendo los compromisos existentes internacionales y, en particular, con la UE.