El Gobierno del Partido Popular ha diseñado una estrategia para ganar las próximas elecciones generales que consiste en repetir hasta la saciedad que la economía está creciendo y que en consecuencia se está creando empleo. En efecto, se espera que el Producto Interior Bruto crezca este año al 3 por ciento, tasa verdaderamente notable, al tiempo que la tasa de paro ha pasado del máximo alcanzado del 27 por ciento de la fuerza de trabajo en el primer trimestre de 2013 (tras un año de Gobierno derechista) al 22 por ciento en el segundo trimestre de 2015.

Pero más allá de la cuestión de la calidad del empleo generado (en general, mala), y de lo poco que tiene que ver la labor del Gobierno en la mejora de la tasa de crecimiento económico, derivada de un euro barato y de la caída de los precios de las materias primas, lo cierto es que el modelo productivo que está emergiendo por defecto se parece sospechosamente al que floreció en los años previos al estallido de la crisis, es decir, basado en la preeminencia de los sectores no exportadores y en general de baja productividad, tales como la construcción, la hostelería o la restauración, desde el punto de vista de la oferta, y en el consumo privado, desde el punto de vista de la demanda.

Los datos de afiliación a la seguridad social corroboran que la construcción es el sector donde más ha aumentado la ocupación en 2014 y en lo que llevamos de 2015, quedando la industria en tercer lugar tras el sector servicios, mientras que los precios de la vivienda se están recuperando con rapidez, al crecer al 4 por ciento en términos interanuales, lo que supone la tasa más fuerte desde 2007. El mayor error que puede cometer nuestro país es volver apostar el bienestar a una nueva burbuja inmobiliaria, máxime teniendo en cuenta el enorme stock de viviendas vacías, y que supera el medio millón de unidades.

Esta evolución es especialmente preocupante si tenemos en cuenta que los ajustes en la producción y la internacionalización de las empresas como consecuencia de la crisis generaron un aumento de nuestras exportaciones y una caída de las importaciones que permitieron alcanzar, por primera vez en décadas, un saldo positivo de nuestra cuenta corriente, además de lograr una reducción sustancial del déficit comercial. El giro exportador de la economía española, tanto de bienes como de servicios, suponía una buena señal, ya que indicaba la aparición de un nuevo modelo de crecimiento basado en la manufactura de bienes de equipo, maquinaria, vehículos y productos químicos, además de la industria agroalimentaria. Como es sabido, en la industria la productividad es mayor y por tanto los salarios son más altos y los empleos más estables.

Además, el enorme stock de deuda pública y privada requiere por fuerza generar de manera sostenida superávits por cuenta corriente, sin los cuáles España no podrá devolver sin nuevos ajustes el capital que ha captado del exterior.

Sin embargo, el regreso prematuro del consumo privado como motor de la recuperación, y la canalización de la inversión hacia la construcción y el sector turístico auguran un nuevo ciclo de baja productividad, empleo precario, aumento de las importaciones y déficits por cuenta corriente. El Gobierno es responsable por no haber sentado las bases de un nuevo modelo productivo sostenido en la manufactura de productos de alto valor añadido, al recortar las políticas de innovación y no utilizar la política fiscal y el crédito público para incentivar la inversión industrial. Los votantes no debieran premiar al Partido Popular por volver a establecer, por segunda vez en una generación, el modelo de crecimiento del ladrillo.