“Sobran cuantos pegotes ha puesto el Labour para justificar su rotunda negativa a ceder ni un ápice de la soberanía nacional británica en pro de cualquier coordinación europea que exija reducir aquélla (…) Con semejantes concepciones el Consejo de Europa queda limitado a una Academia donde torneos europeístas quizá alcancen máxima brillantez y donde ninguna resolución adquiera eficacia, al menos mientras Gran Bretaña figure en él. Quedan dos caminos: disolverlo o mantenerlo sin Inglaterra. Debe seguirse el último, en espera de una rectificación laborista, y aunque nunca llegue a producirse”.

En esa lejana época de exilio esta preocupación por la creación de la Unión europea, basada, según las resoluciones congresales, en los más puros principios internacionalistas del socialismo, chocaba con la actuación de los correligionarios británicos. Los sucesos políticos internos de Inglaterra demostraron que los mismos obstáculos se daban también con los conservadores y que por lo tanto el problema era de la sociedad inglesa y no sólo de sus gobernantes. Así seguimos. Hoy por hoy no acertamos a recordar por qué los ingleses aceptaron finalmente un día unirse al resto de Europa. En realidad les espantó quedarse fuera de ese gran mercado que se estaba creando en el continente. Entonces la debilidad de los compromisos que contraían permitió que diesen el paso. Pero poco a poco, por voluntad de algunos países y hombres políticos, por evidente necesidad y coherencia, Europa avanzó. Ciertamente con demasiadas imperfecciones, pero la posición actual de Cameron demuestra que la integración progresa, aunque sea sólo porque la enfermedad de unos se ha transformado en epidemia para todos. Y cuando se ha visto peligrar la sacrosanta impunidad de la City, inmenso y cínico paraíso fiscal donde hasta el terrorismo puede depositar sus fondos, entonces los conservadores británicos han utilizado el veto, y se han refugiado en su isla. Me atrevo a pensar que igual lo hubiera hecho Blair.

No creo que Inglaterra haya colaborado en un solo paso adelante desde que ingresó en los organismos europeos. Recordemos los obstáculos de la señora Thatcher para la admisión de los países del sur de Europa, nosotros entre ellos. Es lógico. Culturalmente, históricamente, políticamente, Gran Bretaña es desde la última guerra mundial más afín a Estados Unidos que a Europa. Hace pocos años que lo demostró, con un cómplice que se llamaba Aznar, el cual, tampoco brilló por su voluntad europeísta. Por lo tanto, sigue vigente lo que escribió Prieto hace más de sesenta años y que nadie tiene el valor de repetir hoy: hay que mantener Europa sin Inglaterra. Es la única manera que la lleve a rectificar, ya que nunca tendrá la osadía de retirarse.

Terminaré con dos observaciones muy distintas. La primera es que el Exilio participó plenamente en los inicios de la construcción europea, rompiendo así con la tradición neutralista de las República, lo que los españoles hoy ignoran totalmente y que era partidario de una Europa Federal y totalmente solidaria.

Lo segundo es que la idiosincrasia británica es incompatible con el espíritu europeo. Treinta kilómetros de mar bastan para apartarla de ese ideal. No es de extrañar en un país que inventó un curioso juego, que se parece a su política, donde para avanzar con la pelota hay que pasarla siempre hacia atrás: el rugby.