En las semanas anteriores a la celebración de las próximas elecciones municipales y autonómicas han ido apareciendo noticias preocupantes sobre prácticas destinadas a alcanzar votos por métodos fraudulentos. En poco tiempo hemos conocido cómo el Partido Popular de Melilla encarga impresos para el voto por correo y cómo algunos Alcaldes han empadronado decenas de nuevos vecinos en su propia casa o en domicilios inhabitables. También ha saltado la noticia de un extraño trasiego de sacas de votos en Venezuela y el intento de alguna asociación, muy conectada últimamente al Partido Popular y a la manipulación por éste de la política antiterrorista, de celebrar fraudulentamente reuniones de claro contenido electoral sin reconocer que todo su mensaje era de apoyo al primer partido de la oposición.

Todas estas noticias reflejan una circunstancia que no había conocido la democracia española desde 1977, a saber, el intento de manipular y degradar esta democracia para forzar los resultados electorales. El tema no es nuevo en la historia española pues la Restauración se fundó, precisamente, en la manipulación grosera del voto rural y durante la Segunda República se acusó a la CEDA de comprar votos también rurales. Pero desde 1977 no se conocía este fenómeno en España hasta que apareció, con gran crudeza, en 2003 cuando el Partido Popular llegó al Gobierno de la Comunidad de Madrid gracias al cambio de voto de dos Diputados socialistas traidores que no votaron en la investidura del candidato socialista quien contaba con los votos suficientes para gobernar. Aunque hablar de los antes y los despueses es un tópico del que no se debe abusar, lo cierto es que la traición de dos Diputados socialistas, y el consiguiente enriquecimiento sin causa del Partido Popular, señaló un verdadero antes y después en la política española, y ese fenómeno se ha vuelto a repetir recientemente, ya fuera del ámbito electoral, con la recusación del Magistrado Pérez Tremps que ha sido apartado arbitraria y antijurídicamente de la resolución del recurso de inconstitucionalidad del Estatuto de Autonomía de Cataluña.

En definitiva, a veces se tiene la sensación que en la política española hemos entrado por una senda peligrosa que es la de arañar voto a voto con métodos ilegales a fin de cambiar el Gobierno en todos sus niveles. Se inició en junio de 2003, continuó, a la desesperada, entre el 11 y el 14 de marzo de 2004 mediante mentiras que aun llenan algunos medios y hoy, a pocos días de las elecciones, siguen apareciendo noticias, muy limitadas geográficamente, que denotan que la manipulación electoral ya no es un tabú para la derecha española.

Es igualmente cierto que no estamos ante un fenómeno español. La elección del Presidente Bush no se hubiera producido probablemente si a través de su hermano no hubiera controlado el Ejecutivo de Florida y el Tribunal Supremo no hubiera ordenado parar un recuento que beneficiaba al candidato Gore. Y las todavía escasas elecciones democráticas de Méjico tampoco han sido perfectamente transparentes como tampoco ha podido haber plena competitividad electoral en una Italia donde los medios públicos y privados estaban controlados por Berlusconi por no citar otros países sudamericanos donde las instituciones están siendo sometidas a una presión que roza el autoritarismo. Pero en un contexto internacional muy poco respetuoso con las libertades públicas (Cuba, Guantánamo, etc.) la degradación cuando no el fraude de la concurrencia electoral constituye no sólo un medio ilegítimo de acceder al Gobierno sino también un mensaje muy negativo para los ciudadanos que pierden interés por la democracia.