Para establecer un marco de contraste teórico con el párrafo anterior – y aunque recordar lo obvio resulte penoso-, podríamos decir, que lealtad e identidad son dos fenómenos estrechamente relacionados: de manera general, se es leal a aquello con lo que uno se identifica. De manera concreta –en lo que aquí nos ocupa-, si uno se identifica con los valores democráticos entonces habrá de ser leal a ellos independientemente de su posición social. Pero si además, la persona en cuestión ocupa un cargo público de representación política tiene la responsabilidad superior de generar confianza con los ejemplos de coherencia entre sus prácticas y discursos y los modelos de identificación que dichas actitudes deben representar, para que la ciudadanía que le ha de otorgar o revalidar la legitimidad de su gobierno –o posible gobierno-, pueda evaluar con cierta probabilidad de éxito si serán defraudados o no por dicho líder y su posible ejecutivo. Actualmente, gran parte de la ciudadanía se halla en conflicto a la hora de resolver esta conceptualización ideal del campo político, debido en mayor medida, a las prácticas políticas socialmente cargadas de adherencias evocativas y connotativas, que condensadas en los símbolos democráticos- ser presidente de la Generalitat Valenciana no es cosa baladí-, constituyen un sistema de aculturación política basado en la desconfianza y la asimilación estructural de la incoherencia práctica entre lealtad funcional -e identidad pública- y los casos de desviación política. Pues una cosa es lo que debiera ser la realidad política y otra lo que realmente es, donde la corrupción representa una práctica disfuncional –desleal- que deviene en la normalización de un sistema de socialización –que actúa como modelo de identificación objetivado a imitar- que destruye la democracia y manifiesta la identidad de una ejemplaridad pública indecente.
TRANSPARENCIA Y SECRETO
Para los que aún conservamos la capacidad de escandalizarnos y además vivimos en la Comunidad Valenciana, el filtro por el que pasamos las huellas de la sospecha –traición al interés público- anejo a toda duda- ¿culpables o inocentes?- contrasta con los reclamos de presunción de inocencia por parte de los sospechosos e imputados y con su afán por pervertir las categorías de percepción social respecto del sistema judicial español –presentándose como víctimas,… en realidad de sus propias manías persecutorias- y la política en general, es decir, existe un conflicto entre los que pugnan por descubrir el secreto de corrupción y los que se afanan por ocultar su secreto disfuncional para ver si su Cid “Campspeador” repite la proeza en las urnas. En medio, la ciudadanía para los demócratas, o lo que contrariamente viene siendo para los corruptos –desde una perspectiva instrumental-,… simples votos con patas de los que se espera una especie de absolución popular e independientemente del daño social que esto pueda llegar a ocasionar.
A estas alturas a nadie debiera escapársele que la percepción social de la transparencia pública solo se consigue si la ciudadanía verifica y concibe en la manifestación del ejemplo que las prácticas políticas de sus representantes están en coherencia con el sistema de lealtades legítimas y legitimadas con el que se ha de identificar la función pública que ocupan dichos electos representantes. Es entonces cuando este isomorfismo –ideal- hace aflorar la confianza como el hecho de estar tranquilo respecto del comportamiento de alguien por considerarlo leal, honrado, coherente, etc.… ahora bien, este apunte teórico -que a su vez debiera ser la aspiración ideal de todo demócrata que ha jurado su cargo-, no quita para que el PP preso de su electoralismo patológico pueda estar viendo con buenos ojos la estrategia de desvalorización de lo político y la desmovilización del electorado. Y es precisamente aquí, donde hemos de insertar el inmovilismo, el cinismo y la laxitud moral con los que el Partido Popular está enfrentando sus casos de corrupción, donde paradójicamente, la falta de asunción de responsabilidades democráticas –que bajo el paraguas de la banalización de los trajes y las anchoas y, la tan traída presunción de inocencia- transmuta intencionalmente en un arma electoral que tiende de manera significativa a sembrar la duda –desconfianza- sobre lo político de manera indiscriminada. La gravedad de estos hechos radica en que si no se asumen las responsabilidades pertinentes –las dimisiones o cesiones de cargos públicos implicados- se mantiene de manera constante una interacción simbólica directa entre política y corrupción que trasciende las fronteras de representación del partido popular –esto esconde la voluntad de permutar lo negativo público en positivo partidista- y, que desde el campo de la opinión pública tiende cada vez en mayor medida a ser equiparable a la extensión de toda la clase política, algo que podemos evidenciar cuando observamos los niveles de confianza de la ciudadanía respecto de los políticos en general.
La inacción –omisión en términos weberianos- del partido popular evidencia las intenciones de mantener en el tiempo este proceso de interacción directa entre instituciones políticas y habitus corrupto. Esta práctica –la simple elección de no actuar es una acción que implica efectos socio-políticos de mayor gravedad que todo el dinero que puedan haber robado- se están desenvolviendo en unas consecuencias disfuncionales que podrían ser conceptualizadas -previo a toda sentencia judicial- como hechos de violencia simbólica, pues se trata de un tipo de violencia perversa , que observada desde una perspectiva sociológica, a priori representa la desviación política sostenida en el tiempo con la significación intencional de banalizar las relaciones ilícitas entre lo público y lo privado –en valencia ya se venden camisetas con la famosa frase: ¨te quiero un huevo¨-, y que es de mayor transcendía que los delitos penales por los que los políticos corruptos pudieran llegar a ser condenados a posteriori, y aunque estos pudieran ser la causa principal de la degradación nuestros símbolos democráticos. Es decir, la no dimisión o cesión del cargo público imputado a costa de la perpetuación de la duda sobre la culpabilidad o inocencia, abre un hiato temporal en beneficio privado de los sospechosos e imputados -que aparentemente solo acabará cuando los implicados sean condenados o absueltos, mientras tanto: negacionismo, silencio e inmovilismo- de degradación de la cultura política. Hiato legal, política y mediáticamente permitido por la –reitero- presunción de inocencia y sus consecuencias eufemísticas – hay quien no conoce al señor Gürtel o a su hijito Brugal…-, que de manera típico ideal podríamos aquí llamar Gürtelismo, donde una vez hechas públicas las presuntas desviaciones de los implicados se teje una estrategia de interés partidista que neutralice los efectos electorales negativos –como ha escrito Josep Ramoneda la corrupción es al mismo tiempo un síntoma y una estrategia-, y que puede ser entendida como proceso social consentido – paralelo al proceso judicial- destinado a aumentar la tolerancia social sobre la corrupción en detrimento de la lealtad pública a los valores democráticos de la dignitas (transparencia, prudencia, lealtad, dignidad, responsabilidad política, etc.…), por lo tanto, destinado también a mantener las posibilidades de acceso al poder en perjuicio de la moralidad democrática y de los modelos de identificación política que debieran representar bastantes políticos del PP, que saben que la tolerancia respecto de la injusticia social aumenta si los ciudadanos perciben que no existe criterio de discriminación política respecto de la corrupción –el ciudadano puede asimilar la contradicción entre poder legitimado en las urnas y un cierto grado de desviación inevitable,… una especie de presunta criminalidad bajo sospecha constante, extensible a lo político en sí-, esta es la causa principal de su inmovilismo: ¨si todos los políticos somos iguales, el absentismo inherente y la crisis, son una bendición¨. Y lamentablemente, así creen muchos de sus líderes y gobernantes: ¨ hay que economizar el voto con la ayuda de la crisis y el poder caerá en nuestras manos como fruta madura¨.
CORRUPCION Y CIUDADANÍA
La percepción de la ciudadanía valenciana sobre la corrupción está íntimamente ligada a su experiencia personal directa e indirecta con las estructuras y procesos corruptos. Me explico. De manera concreta cualquier valenciano sabe, cree saber o intuye que multitud de gente que no sale en los periódicos puede haber comprado terrenos ¨no edificables¨ que posteriormente han sido mágicamente recalificados por el concejal de urbanismo de turno y vendidos a un constructor que pedía una entrada en dinero negro a pagar antes de la entrega de llaves – y una parte financiada por el préstamo de algún banco que ponía en riesgo el dinero de sus depositantes- y que el comprador no denunciaba aunque probablemente le resultara excesivo el precio final de la vivienda independientemente de la legalidad o moralidad del modelo de pago. Podríamos decir que en Valencia hemos sido los espectadores-actores de una obra especulativa en torno al suelo y el ladrillo, simbólicamente reforzada por la imagen del político y el empresario de la mano, y donde los intereses privados de la lógica de mercado se han instalado en nuestras instituciones e insertado en los procesos democráticos, sin que nadie hasta el momento, haya entonado el mea culpa. Eso sí, el ejecutivo valenciano con Camps a la cabeza no desaprovecha la oportunidad para centrifugar sus responsabilidades y culpar de la ruina económica y social de la comunidad al Gobierno central.
Desde el campo mediático, los ciudadanos recibimos constantemente la evasión y omisión de responsabilidades por parte del Gobierno de Camps, quien muestra una aparente enajenación respecto de la responsabilidad política que tiene como líder de su partido y President de la Generalitat en lo referente a los casos de corrupción que afectan a él y a los suyos y a una parte del tejido empresarial de nuestra comunidad. Esto contrasta con la realidad que intentan esconder, que por el contrario, nos muestra la cara más perversa de un modelo de especulación inmobiliaria que permitía que los ayuntamientos canalizasen unos recursos económicos hacia la sociedad basados en el mercado de la construcción que ha devenido un sistema estandarizado de complicidades ilícitas y omisiones que apunta directamente a la cúpula del partido popular, a los ayuntamientos que gobiernan, y a un sector económico inmobiliario con unos procesos de producción y compra- venta corruptos, que implicaba de manera directa y en último término al cliente, es decir, al ciudadano que había aprehendido y creído que comprar hoy para vender mañana, siempre iba a ser una inversión rentable. Esto es una muestra típica de cómo se destruye la virtud cívica y se normaliza el proceso de cristalización de pautas de comportamiento social corrupto, donde los ejemplos a imitar que se condensan en las instituciones democráticas representan una racionalidad instrumental, que como venimos apuntado, simboliza y promueve la maximización del beneficio individual por encima de cualesquiera valores morales inherentes a la función y al bien públicos. Miren las encuestas y respóndanse ustedes mismos: ¿Ganará Camps las próximas elecciones? ¿Conseguirán que la ciudadanía les otorgue el poder de la jactancia pública en una especie de absolución popular tremendamente injusta?…
Así se comprenden las motivaciones subjetivas de este tipo de acción política, donde Mariano Rajoy se nos presenta como principal responsable político de la decadencia del orden institucional del PP y coparticipe de la degradación de los principios sobre los que se asienta nuestro sistema democrático. Un partido que necesita menos democracia y más opacidad; una cultura política difusa sin percepción de ejes ideológicos y homogénea en torno a la desvalorización político-moral devenida por la necesidad exclusivamente electoral de desmovilización social, a lo que hemos de sumar, un aprovechamiento kamikaze e imprudente, insolidario e indecente de los problemas -y en los momentos de más incertidumbre- en que se está desenvolviendo la crisis actual – hay quien no oculta su rol de perverso- … repito, un partido político que necesita crear conflictos -para sacar rédito de ellos- en vez de ayudar a resolverlos, y un partido siempre ávido de ciudadanos desconfiados, es una institución que cumple funciones antagónicas al interés público con un sistema de lealtades más cercano a los modelos de identificación de Capone que a la vocación de servicio público,… por mucho que se afanen en presentarse, como los redentores de su particular Apocalipsis.
COCLUSIÓN Y PROPUESTA
En 1965 el economista Mancur Olson propuso el concepto ¨free riding¨ -literalmente: el que viaja gratis- que en mi modo de entender la estrategia general del Partido Popular, la define perfectamente. Un ¨free rider¨ es aquel, o aquellos que en calidad de institución, en este caso política, haciendo uso de un tipo de racionalidad instrumental consiguen beneficiarse de la acción y el esfuerzo colectivo sin por ello, participar de ello. Es decir, si actuamos como free riders y no nos mojamos ni debajo del agua, nos quedamos quietecitos y juntitos –sin asunción de responsabilidades políticas por los casos de corrupción- como simples espectadores- alentadores de las graves consecuencias de la crisis, nos beneficiaremos del desgaste del Gobierno Socialista y acabaremos viajando gratis… o como dice Rubalcaba: ¨en volandas hacia la Moncloa¨.
Pero si de lo que se trata es de explicar y de ser transparentes –aunque como nos recordará José Félix Tezanos: la coherencia práctica es decisiva-, entonces habrá que empezar a incluir en los análisis las múltiples variables que intervienen en la relación que existe entre la corrupción institucional y la crisis económica actual. Ahora bien, la primera decisión práctica de legitimación pública, debiera ser proponer como síntesis al problema de la desviación política la creación de un verdadero ¨pacto anticorrupción¨, o si se prefiere, un pacto por la responsabilidad democrática, un compromiso por el respeto a los símbolos políticos basado en la lealtad práctica –no sólo jurada- a los modelos de identificación que representan las funciones institucionales en una democracia sana y transparente.
Por lo tanto, prudencia sí pero violencia simbólica no, presunción de inocencia sí, pero no para perpetuar a nadie en los cargos públicos a favor del electoralismo partidista y en detrimento de la calidad democrática. Pues, una vez conocida la imputación de un posible delito la presunción de inocencia debe proteger la imagen personal del político, pero la inmediata dimisión del cargo público que venía desempeñando debe proteger a la democracia de su degradación simbólica y representativa. Es decir, debemos eliminar de inmediato la interacción directa entre institución política y habitus corrupto que se focaliza de manera evocativa en la persona pública del imputado -independientemente de su posterior culpabilidad o inocencia por la que pagará o será absuelto y restituido-, para paliar y depurar en lo posible, los efectos reales de una presunta ejemplaridad que supone de por sí la degradación de la valores cívicos y que de momento ya ha ocasionado un daño al sistema democrático difícilmente reparable en términos de confianza, y que además, tiende hacia la irreversibilidad si se mantiene dicha interacción en el tiempo.
Si esto no se remedia… ¿se imaginan que tamaña corrupción política pudiera ser socialmente tolerada en las urnas valencianas?… Tiempo al tiempo…