No nos extrañe. No es nada nuevo, sólo se ha perfeccionado. El crédito permitió que naciese el capitalismo y lo ha mantenido siempre. Antaño éste aceptaba un riesgo, sea por las inversiones arriesgadas, como el envió de un barco a las Indias a buscar especies que valían oro pero que se podían hundir en los océanos, sea porque los banqueros prestaban dinero a particulares o a reyes, cuando no existía un Estado moderno. La quiebra de unos u otros era un riesgo asumido. Hoy con la modernidad de los Estados y de la interconexión estrecha de intereses, que se llama mundialización, los financieros saben que poco arriesgan puesto que los Estados están obligados a dar la cara sea como sea, en particular devolviendo la papeleta a los ciudadanos. El capitalismo ya no conoce el riesgo. Sabe que también ha pasado la época de sustos, como cuando la Revolución Rusa suprimía de un plumazo todas las deudas acumuladas por los zares.

Siempre me ha extrañado que en los balances críticos de la deuda, que se suele llamar soberana, no se ventilen nunca los déficits de distinto significado. Me acuerdo de una reunión del Comité Federal del PSOE, allá por los años noventa, en la cual José Borell ilustró con su característica pedagogía, la diferencia que existía entre una deuda de funcionamiento indiscutiblemente dañina y una deuda de inversión. Esta última era una política de futuro y resultaba lógico que de ella se responsabilizasen en parte las futuras generaciones. Parece que hasta esto está hoy proscrito en la tremenda ofensiva desencadenada por los medios financieros. Una ofensiva que invoca el riesgo de que quiebren los Estados cuando en realidad lo que buscan es la destrucción de las políticas sociales para aumentar la rentabilidad del dinero.

Lo nuevo, desde dos décadas al menos, es que las mismas entidades financieras han inducido cínicamente a nuestra sociedad a abusar del crédito. Los Estados, para cubrir las necesidades de su función y para tener una política social, necesitan ingresos pero se les exige al mismo tiempo para mantener la competitividad, valor supremo actual, bajar impuestos y toda clase de recaudaciones, con lo cual se entra en la dinámica de los déficits. Pero ya no vale la clásica retorica de decir que el Estado debe gestionarse como las sanas economías familiares, equilibrando ingresos y salidas. Porque esto es falso. Hoy por hoy hasta los viajes de vacaciones se adquieren a crédito. Los ciudadanos viven de prestado. Es lógico que igual ocurra con la sociedad.

Y para colmo, el capitalismo sin freno no teme la sanción electoral. En efecto, los sondeos de opinión dan una enorme ventaja hoy por hoy a quienes en la práctica están demostrando que acumular deudas estériles a espaldas de las futuras generaciones es lo que más se aprueba. La ciudad de Madrid es el deslumbrante ejemplo de cómo se obtienen votos viviendo de prestado y cómo se pierden cuando se propone otra forma de gestionar. Deber siete mil millones de euros y estar en apremios para afrontar esta deuda no merma en absoluto las esperanzas electorales de un municipio tan irresponsable. Con el mismo cinismo se pueden acumular los ejemplos de corrupción sin que se inmuten los culpables adosados a sondeos que les auguran el poder.

Para entender mejor lo inexplicable en una sociedad basta con observar el comportamiento ciudadano. Más allá de la sumisión al ídolo del consumo y del crédito, la acompaña una increíble irresponsabilidad egoísta. El sálvese quien pueda es el slogan y los padres que tanto quieren a sus hijos no vacilan en comprometer el porvenir de estos con una firmeza de convicción espantosa. Cuando no faltan economistas y sociólogos que mantienen y demuestran que puede haber otra solución que los ajustes tan impopulares para limitar la deuda y preservar un incierto porvenir. La población parece apoyar esta teoría al retirar su confianza a quienes tienen, a la fuerza, que salvar los escollos inmediatos que amenazan con hundir el barco del Estado. Pero el malhumor social no se expresa votando masivamente a quienes combaten los ajustes. No, este descontento se dispone a llevar al poder a quienes desde décadas mantienen nuestra sociedad mundial en un océano de chanchullos y especulaciones que generan crisis cuya frecuencia y gravedad aumenta. ¿Hasta cuándo?

Ciertamente entre las dos políticas aquí evocadas cabe una tercera. Pero es una ilusión. Para poder avanzar necesitaría una total y profunda revisión ética del ciudadano. Lo ocurrido con los controladores de vuelo es un ejemplo más del egoísmo existente en nuestra sociedad, y de la dificultad de pararle los píes.

Se termina un año difícil y va a amanecer otro complicadísimo. No estaría de más que al comernos las doce uvas tradicionales tomásemos la resolución de vivir diferentemente, y no de prestado. De todas maneras, para la mayoría de nosotros y sobre todo para nuestros hijos y nietos, será una imperiosa necesidad. ¿No será hora de sentarse serenamente para preparar otro porvenir que el de servir de coartada al capitalismo?