Da la impresión de que ante esta epidemia de nuevo tipo se está actuando de una manera más que aceptable, aunque con cierto alarmismo, a pesar de que por desgracia siempre se producen casos de fallecimientos de personas, generalmente más vulnerables, lo que pone en evidencia los límites del conocimiento y las posibilidades de la medicina actual. No sé hasta qué punto se puede afirmar de un modo riguroso y científico que en el origen de la pandemia haya tenido algo que ver un modo de producción determinado (inicialmente se atribuyó a un origen porcino y se asoció a la explotación intensiva de las granjas), o ha sido el resultado de múltiples factores que originan males de este tipo de cuando en cuando, y aparece ante nosotros como una plaga inevitable en su origen y expansión, pero no en su combate.
En el caso de la crisis económica está claro que se ha originado como consecuencia de un modelo de crecimiento inadecuado, sustentado en el fundamentalismo de mercado y la globalización financiera. A su vez, resulta evidente que el combate ante este mal está siendo inadecuado, tanto a escala global, como nacional, en casi todos los países. Una crisis de este calibre ha supuesto la quiebra de un modelo que se convirtió en hegemónico desde los años ochenta del siglo pasado. Pues bien, ante una evidencia de este tipo, muchos economistas la siguen negando, y desde los poderes de decisión no se toman las medidas necesarias para que se produzca un cambio de modelo en una dirección muy distinta a la que nos ha conducido a la catástrofe actual.
Las intervenciones públicas han venido dadas por la necesidad y gracias a ellas no se ha hundido el sistema financiero con todo lo que ello hubiera traído tras de sí. Pero una vez tomadas estas actuaciones, no se está llevando a cabo la reforma necesaria del sistema financiero. Los bancos saneados con dinero público volverán, si no lo están haciendo ya, sin duda a las andadas que trajeron estos males y que a tantas gentes están dejando en la cuneta. Los programas de estímulo económico están dando resultados dispares, según los países.
En aquellos en los que se observa una mejor recuperación, como China y la India, han tenido hasta la fecha cierto grado de éxito. En otros que parecen haber salido por el momento de la recesión, como Japón, Francia y Alemania, también han dado sus frutos. Este hecho, de todas maneras, no nos debe conducir a un optimismo desmesurado ni mucho menos sobre el comportamiento futuro de estas economías. Así lo consideran muchos analistas y académicos destacados, que aún no ven con claridad el panorama de los próximos meses, e incluso algunos anuncian nuevas depresiones. En los países que aún no ha sido así, como es el caso de España que sigue en recesión, las cosas podrían estar peor si no se actúa.
La lección que se puede extrae de todo ello es que la intervención pública ha evitado males mayores, y parece evidente que sin actuaciones de política económica no se sale de la crisis económica. Un papel activo del Estado es la condición necesaria para que la economía no se derrumbe y pueda recuperarse, pero no es condición suficiente. Para ello se necesita un nuevo paradigma y formas de actuación diferentes. Acabar con el fundamentalismo de mercado es una necesidad pero no es tan sencillo como pudiera parecer, a pesar de las evidencias que cuestionan un modelo que ha fracasado estrepitosamente. Este hecho lo ponía claramente en evidencia Krugman en el artículo “Todos los zombis del presidente” (El País, 30-VIII-2009): “Llámenme inocentón, pero la verdad es que esperaba que el fracaso del reaganismo en la práctica acabara con él. Pero resulta que es una doctrina zombi: aunque debería estar muerto, vuelve una y otra vez”.
Si esto pasa en Estados Unidos, en España la situación es peor, pues encontramos que aquí los economistas que dominan en la academia, en los medios de comunicación, y que tienen influencia en los poderes de decisión son en exceso conservadores. Los discrepantes no tienen influencia en donde hay que tenerla y esto está conduciendo al gobierno a cometer errores de bulto en la gestión de la crisis, en actuar de un modo timorato, y con falta de toma de decisiones contundentes y claras. El desconcierto de que hacen gala, y con declaraciones de los ministros contradictorias, los trasladan a la opinión pública.
Habría que pedir a Zapatero lo que Gabriel Jakcson en el artículo “¿De qué pasta está hecho el presidente?” (El País, 31-VIII-2009) planteaba a Obama, a quien decía que en la reforma sanitaria tendría que demostrar la valentía que caracterizó a Roosevelt y Kennedy. Sí, al igual que Zapatero ha demostrado valentía frente a los empresarios y ante tantas voces que se alzan a favor de la reforma laboral, igual tendría que hacer a la hora de subir impuestos e incrementar el gasto público a favor de políticas sociales, educativas e investigadoras.
En esto de los economistas cuenta Norman Birnbaum en su libro Después del progreso (Tusquets, 2003) lo que sigue: “me referiré en primer lugar a Austria y a una conversación entre John Kenneth Galbraith y el fallecido Bruno Kreisky, en la época en que éste era canciller. Cuando Galbraith le preguntó: “Canciller, ¿cómo explica usted los magníficos resultados económicos de Austria durante la posguerra: baja inflación, pleno empleo, una productividad en constante aumento y una red amplia y tupida de prestaciones sociales e inversiones públicas?”, la respuesta de Kreisky fue: “Por nuestra preocupación por las exportaciones: hemos exportado a todos nuestros economistas”. Kreisky exageraba: numerosos economistas habían colaborado con sus gobiernos, pero lo hicieron reconociendo la primacía de la política”.
Así es que podemos recomendar a los presidentes que exporten a los zombis, que son muchos, y los sustituyan por otros economistas.