En 1987 Oliver Stone, ya nos ofreció un “Wall Street”, un retrato apasionado de las pugnas y traiciones de quienes habitan el corazón financiero de América. De paso, regaló a Michael Douglas uno de sus mejores personajes. Hecho a medida, como los trajes que visten los habitantes de ese universo tan fascinante como cruel. Gordon Gekko, el protagonista fue, desde entonces, sinónimo de codicia, y hoy es el eslabón sobre el que se articula una historia sin la fuerza de la primera y con excesivas dosis de edulcorante.

“Wall Street: El dinero nunca duerme” desaprovecha la ocasión de ser una película contundente y pedagógica sobre la crisis. Lamentablemente, Oliver Stone pone más ahínco en dibujar la redención de Gordon Gekko que en mantener la inquebrantable codicia que le hace memorable.

Siendo una película en lo técnico impecable, y en algunos momentos magistral, su director renuncia a la posibilidad de explicar, cómo él sabe hacer, la hecatombe financiera de 2008 y sus consecuencias.

Stone dirige el filme con una miscelánea de estilos. Así, recurre a la grandilocuencia (las vistas de los edificios de Nueva York), a las triquiñuelas del montaje (la división de la pantalla cuando hablan algunos personajes) o incluso se limita a dejar que la cámara se fije en las interpretaciones de los actores. Éstos se convierten en uno de los mejores apartados de la cinta, encontrándonos con un vigoroso Michael Douglas y unos acertados Shia LaBeouf y Carey Mulligan. Frank Langella, Eli Wallach y Josh Brolin, todos ellos meritorios, completan un reparto en el que también se deja ver Susan Sarandon, quien hace lo que puede con un pequeñísimo papel. En definitiva, un resultado nada satisfactorio.

Una oportunidad perdida para el cine, con mayúsculas, cuando como es el caso se cuenta con los ingredientes necesarios; una buena idea, un buen director, magníficos actores y dinero para llevarla a cabo.