Durante estos días se ha celebrado un debate sobre el llamado “blindaje” de las normas fiscales vascas. En el fondo se trata de una cuestión relativamente menor, puesto que se reivindica la misma protección jurídica que dispone el resto de la normativa tributaria, autonómica y no autonómica. Aunque el asunto cuenta con un punto irritante: si el dividendo es positivo, los procedimientos forales históricos se defienden al milímetro; si el dividendo es menos positivo, la historia foral se sacrifica rápidamente para favorecer la “modernidad” y la “eficiencia”.
Si las normas emanadas por las diputaciones forales se han podido recurrir históricamente ante la jurisdicción ordinaria, ¿por qué exigen un cambio precisamente aquellos que legitiman en la historia todos sus privilegios?
No obstante, el debate realmente importante que han vuelto a poner de actualidad los nacionalistas vascos, es el relativo a la viabilidad y conveniencia del propio concierto económico que disfruta en exclusiva la comunidad autónoma de Euskadi. Es cierto que este régimen encuentra acomodo en la disposición adicional primera de la Constitución Española. Pero puesto que los propios nacionalistas se permiten proponer a diario lo que ellos llaman la “superación” del marco constitucional, otros también nos vamos a permitir analizar la pertinencia o no de tal precepto en el contexto actual y su posible modificación.
(Hoy mismo, los nacionalistas vascos han sumado sus votos a los de ERC en el Congreso de los Diputados para reclamar la gestión autonómica de los puertos de interés general del Estado, cuando el artículo 149.1.20 de la Constitución atribuye inequívocamente esta competencia a la Administración Central).
El primer análisis a realizar es el relativo a la justificación del concierto. Se alude siempre al “derecho histórico”. “Si Franco suprimió los fueros, la democracia está obligada a reponerlos y conservarlos”, se añade ahora. Pero si de lo que se trata es de esgrimir antecedentes históricos, los madrileños podríamos aludir a la condición de nuestra villa como capital del imperio, desde cuyos palacios se administró la hacienda de los territorios peninsulares y transoceánicos durante siglos, sin dar cuentas a órgano descentralizado alguno. ¿Se podría considerar este antecedente como legitimación de un “derecho histórico”?
Y si la porfía hay que medirla en función de los agravios infligidos por el franquismo, creo que también obtendríamos ventaja. Sin ir más lejos, antes del 18 de julio del 36 Madrid era sede de la Presidencia de la República. Franco nos lo arrebató. ¿Está obligada la democracia a restaurar este privilegio?
En fin, parece más razonable acudir a la voluntad de la soberanía nacional como instancia única de legitimación a la hora de configurar nuestro ordenamiento institucional y jurídico. Y esa voluntad soberana se plasma hoy en la Constitución de 1978. Y podría plasmarse mañana en una Constitución reformada. Digan lo que digan los libros de historia.
Un segundo análisis pertinente. El concierto conlleva una serie de ventajas evidentes para la hacienda vasca, para la financiación de sus servicios y, en consecuencia, para las condiciones de vida de sus ciudadanos. Si tales ventajas pudieran considerarse un derecho, sería difícilmente discutible su extensión al resto de los territorios y al conjunto de los ciudadanos de España, en orden a la igualdad que garantiza nuestra Constitución. Si, como parece, estas ventajas no son extensibles en la práctica, antes que de derechos deberíamos hablar de privilegios. ¿Y hasta cuándo podrán mantenerse estos privilegios para los vascos sin que los catalanes, los baleares… o los madrileños reclamen un tratamiento similar, tornando en inviable el conjunto del sistema?
En definitiva, que nadie se alarme. Los madrileños no vamos a reclamar el concierto. La gran mayoría de los ciudadanos de esta región comparten los principios de unidad, de solidaridad y de igualdad de todos los españoles, consagrado en el artículo 2 de nuestra Carta Magna. Lo que no quita que de vez en cuando podamos advertir a quienes no comparten tales principios que no conviene tirar en demasía de la cuerda que nos sujeta a todos. Porque podría romperse.