Se produce una paradoja curiosa. Todo el mundo afirma, con razón, (desde analistas políticos, económicos, mediáticos o la propia ciudadanía) que hace falta un gobierno europeo contundente que frene a un mercado libre y global que campa sin ataduras, haciéndonos pasar más sustos que alegrías. Hace falta gobernanza mundial, hace falta política global, hace falta ¡Europa! Los gobiernos nacionales no tienen potencia suficiente para frenar en solitario esta crisis, los movimientos económicos y las decisiones políticas están entrelazadas, el Banco Europeo debería jugar un papel decisivo para rescatar a países como Grecia, se requiere la solidaridad de Alemania para que lidere el proceso. Aquel gobierno nacional que intente el “sálvese quien pueda” resultará ser un egoísta, además de estúpido porque no lo conseguirá. El grito es que: ¡o se salva toda Europa o no nos salvamos nadie!
Pero, aunque todos lo sabemos, caminamos en dirección contraria produciendo el efecto disgregador. Cuando Bruselas manda directrices comunes, cuesta aceptarlas e inmediatamente desde partidos políticos, medios de comunicación a empresas o sociedad civil ponen el grito en el cielo porque los mandatos vienen de fuera, …. como si “fuera” no sea una parte también de nosotros mismos. Se acusa de la debilidad a gobiernos nacionales por no saber, poder o querer tomar decisiones y estar sometidos a los vaivenes del mercado o de las cumbres europeas.
Al mismo tiempo, los gobernantes europeos han sido elegidos democráticamente en cada uno de sus territorios, dentro de sus fronteras, por sus ciudadanos nacionales, por lo que deben responder ante ellos, pues serán ellos quienes voten en las elecciones nacionales, y lo están haciendo con indignación por no atender el bien particular del país. Efectivamente, han sido elegidos democráticamente de puertas hacia dentro, pero ninguno tiene la representación democrática de puertas hacia fuera para ejercer el liderazgo europeo que en estos momentos se necesita. No hemos creado una Europa ciudadana y democrática en su conjunto porque los intereses nacionales lo han impedido. Europa se ha convertido en la suma de países democráticos pero cuya voz no es representativa de una democracia única.
Gobernanza, sí! Pero, ¿cómo y quién?
Sabemos lo que tenemos que hacer, reconocemos cuál es nuestra debilidad política ante una crisis global, entendemos que los límites nacionales se han quedado pequeños para dar respuesta, demandamos la solidaridad colectiva europea, disponemos de instrumentos técnicos para llevar adelante una democracia europea, pero… somos incapaces de llevarlo a cabo. ¿Por qué?
Porque nos falta la argamasa que une las fuerzas, porque no disponemos de motivación moral para ello, porque no hemos sido educados para sentirnos europeos, porque no existe conciencia colectiva, sino nacional o corporativa, porque en épocas de crisis y angustias, se busca el paraguas de la protección cercana, comunitaria, próxima. Porque seguimos sin sentirnos miembros de una comunidad europea, y mucho menos universal.
Como dice Gilles Lipovetsky, el capitalismo consumista sobre el que se ha basado el éxito del Estado de Bienestar ha creado cultural y moralmente a un individuo hedonista, de interés privado, individualista en exceso, poco interesado por las cuestiones públicas, “narcisista”, preocupado en lo particular y personal. Ese individualismo es el que ha impregnado la economía, convirtiéndola en especulativa; a la política, buscando el poder sin principios sólidos ideológicos y jugando con la demagogia electoral; a la sociedad civil, mirando hacia otro lado porque ha sido feliz en su consumismo individual.
Por eso, hablamos de Europa como si no fuéramos nosotros.