“Respeto” —en realidad, Respect— es el título de una canción que hizo famosa a Aretha Franklin en los años 60 del siglo pasado. En ella, se reclamaba respeto para la comunidad de raza negra de los Estados Unidos. Ser diferente no debería ser motivo para perder el respeto a una persona, a una raza, a una comunidad religiosa o a una ideología política.
En la Viena de finales del siglo XIX convivían en armonía judíos, católicos y protestantes, checos y alemanes, eslavos y magiares, pobres y ricos. La tolerancia y el talante conciliador definían el espíritu de la época. “Vivir y dejar vivir”, era el lema aceptado por todos. La última guerra europea había ocurrido en 1870 y no habría otra hasta 1914. Los avances científicos y el desarrollo industrial infundían un optimismo generalizado y se pensaba que la razón acabaría triunfando sobre todos los sectarismos. Lo narra admirablemente Stefan Zweig en su autobiografía El mundo de ayer, memorias de un europeo.
Primero apareció el Partido Antisemita, más tarde el Partido nacional-alemán, impulsado por el canciller prusiano Bismark con la pretensión de crear una Gran Alemania, previa anexión de los últimos restos del imperio austro-húngaro. En pocos años, la tranquilidad anterior se perdió, crecieron los odios y la intolerancia y todos sabemos lo que sucedió después: dos devastadoras guerras mundiales, el nazismo y el holocausto del pueblo judío.
La cultura y la civilización forman una capa muy fina en las sociedades, debajo de la cual están los instintos primarios, la brutalidad, el odio al diferente y el deseo de aplastar a los que piensan de forma distinta. Esos instintos pueden desatarse en un momento histórico propicio si nos empeñamos en excitarlos. Baste nuestra guerra civil como ejemplo: el extremadamente tenso ambiente parlamentario de los últimos años de la Segunda República española, los encendidos discursos y las acusaciones mutuas entre los partidos políticos ya hacían presagiar lo que finalmente ocurrió. Las épocas de crisis, como las que estamos viviendo desde 2008, son las más proclives para que aparezcan estas tensiones.
Por ello, el respeto al diferente no es una simple cuestión ética, de buena educación o de guardar las formas. Debería ser una convicción profunda para todo el que se considere demócrata. La pérdida del respeto al adversario deviene en insulto, este en resentimiento y, al final de la cadena de agravios mutuos, es probable que a alguien se le ocurra pasar a la acción. El sistema de aniquilación del adversario ya lo inventó el nazismo: primero denigrar, luego deshumanizar, más tarde señalar como culpable y, por último, destruir.
No hace falta que los españoles seamos todos amigos ni que pensemos todos igual. Basta con que concedamos al otro, al diferente, el derecho a existir y a tener sus propias convicciones. Vivimos todos sobre un mismo suelo y se trata de convivir sin destruirnos unos a otros. Y la única regla que permite eso es el respeto.
Cuando Vox emplea despectivamente el término MENAS para referirse a los menores inmigrantes, está faltando al respeto y deshumanizando a un colectivo que debería ser, sobre todo, objeto de protección. Cuando el PP y Vox dicen del actual gobierno que es ilegítimo, no solo están faltando a la verdad, sino que además están faltando al respeto al Gobierno y a los españoles que votaron a los partidos de la investidura. Cuando se refieren al PSOE como “sanchismo” o hablan de “credo sanchista”, están faltando al respeto al partido político más antiguo de nuestro sistema y a sus votantes: el Partido Socialista tiene 143 años de historia —le siguen en antigüedad el PNV con 127 y Esquerra Republicana con 91—. Pedro Sánchez es tan solo uno más de las decenas de secretarios generales que ha tenido dicho partido. El ideario político del PSOE permanece al margen de quien sea su dirigente máximo.
La táctica de reducir un partido a una persona la lleva empleando el PP desde el comienzo de sus 33 años de historia. Recordemos el “váyase señor González” de Jose María Aznar o el “usted traiciona a los muertos” de Mariano Rajoy dirigido a Rodríguez Zapatero. El objetivo es desgastar al líder, denigrarle para luego destruirle. Es mucho más fácil denigrar a una persona que atacar a todo un ideario político forjado durante ciento cuarenta años.
Las terminales mediáticas de la derecha siguen la misma estrategia. Da igual que haya una guerra en Ucrania, una masacre de escolares en Estados Unidos o una invasión de alienígenas: las palabras que figurarán en letras de molde en las portadas de El Mundo, La Razón y el ABC serán, indefectiblemente, “Sánchez” y “sanchismo”, seguidas normalmente de un adjetivo descalificativo o de un titular denigratorio. No hay tregua para su tarea mesiánica de desgaste.
La señora Díaz Ayuso, otro ejemplo, basa su acción política en el insulto y la denigración del adversario. Su odio a la izquierda está en perfecta sintonía con el odio al “consenso progre” que repite incansable Vox. Sus formas son hirientes e irrespetuosas. Y la bronca que, semana tras semana, protagonizan el PP y Vox en el Congreso con los más diversos motivos —el rey emérito, el CNI, Cataluña, un acuerdo coyuntural con Bildu, o cualquier otro— solo persigue hacer el ruido suficiente para que el Gobierno salga malparado y no tenga espacio para exponer sus políticas ni para exhibir sus logros.
No debemos ser tan ingenuos de pensar que quienes así proceden son dirigentes malvados o políticos sin ideas. Se trata de estrategias decididas en sus think tanks o recomendadas por sus asesores de comunicación —aunque, ciertamente, se requiere cierta falta de escrúpulos para aplicarlas—. Los estados mayores han llegado a la convicción de que les reporta réditos políticos.
El precio que pagamos todos por este ambiente, que algunos describen como “crispación” pero que tiene más de cacería o de acoso y derribo del adversario, es la degradación de nuestra democracia y el peligro de que se desaten los odios y las bajas pasiones. En cierto modo, estas ya se han desatado en las redes sociales.
Dirigentes como Abascal, Olona, Gamarra y Ayuso pueden ser tolerados porque los demás no les secundan en su forma irrespetuosa y faltona de entender la política. Si los dirigentes del resto de partidos se refirieran al PP nacional como “feijoismo”, o al PP de Andalucía como “morenismo”, y emplearan las mismas palabras gruesas que ellos emplean, el ambiente pronto se tornaría irrespirable.
Para que ellos arranquen unos pocos votos, los demás tienen que hacer un ejercicio diario de contención o, alternativamente, convertir el Congreso en un estercolero. Afortunadamente, el Presidente Sánchez y sus ministros mantienen unas exquisitas formas y no caen en las provocaciones.
La sociedad española ha dado suficientes muestras de ser más madura que muchos de sus dirigentes políticos. Esa madurez debería manifestarse también en penalizar las conductas antidemocráticas. La lucha de los partidos por el poder es legítima pero no lo es que esa lucha se desarrolle fuera de las reglas del respeto. Los dirigentes que proceden de ese modo nos ponen a todos en peligro y deberían ser castigados donde más les duele, o sea, en las urnas.