“Déjame entrar” es el primer largometraje de Tomas Alfredson que llega a las pantallas españolas. Basada en la novela homónima de John Ajvide Lindqvist, que es aquí el guionista, recoge lo más tradicional de las películas de vampiros combinando mucha sensibilidad, elegancia y, en algunos momentos, originalidad.

La historia parte de la relación entre los dos protagonistas, Oskar (Kare Hedebrant) tiene doce años. Vive en un barrio residencial de Estocolmo y en el colegio sufre abusos continuados por parte de sus compañeros. No tiene amigos. Sus padres, separados y preocupados por sus problemas, parecen haberle olvidado en ese paisaje desolado e invernal donde su vida transcurre lentamente y en soledad. Pero un día Oskar conoce a Eli (Lina Leandersson), su nueva vecina, una chica que como él parece sufrir la misma enfermedad en silencio. Aunque Eli, además, tiene un secreto. Es una vampiresa con más alma que ninguno de los adultos que le rodean. Ambos son de una sinceridad sorprendente sin renunciar a la ternura y al romanticismo.

El trabajo de Alfredson, en todos y cada uno de los campos, es excelente. Su manera de dirigir a los niños es eficaz, logrando unas reacciones y unos comportamientos que van desde la maldad más absoluta ( los ataques de la niña) a una sensibilidad exquisita. Se nota que es un director con experiencia y que trabaja cada una de las escenas con mucho cuidado. Es una película de ritmo pausado pero sin pausa, romántica y bella, delicada a pesar de las dosis justas y necesarias de sangre. No exageramos si afirmamos que es una cinta única en su género.

Los que quieran una historia de sangre y monstruos saldrán decepcionados. Porque “Déjame entrar” habla del miedo, del despertar erótico al inicio de la adolescencia, y sobre todo, de insatisfacciones y fustraciones radiografiando el mito del Estado de bienestar con unos personajes muy cercanos al pesimismo.