El pasado 10 de febrero, el pleno de la Eurocámara respaldó la puesta en marcha de un salario mínimo europeo cuyo objetivo es reducir las desigualdades que se producen entre los trabajadores pobres y “garantizar que los trabajadores de la Unión dispongan de la protección de unos salarios mínimos adecuados, que les permitan vivir dignamente donde quiera que trabajen”, tal y como recoge la exposición de motivos de la Directiva aprobada.
Al margen de que todavía falta la negociación entre la Eurocámara y el Consejo y que después habrá dos años para que los países miembros transpongan la directiva a la legislación nacional, el paso dado reconforta ante tanta negatividad anímica, económica y social, derivada de la pandemia.
En una situación como esta, con una crisis superpuesta por una pandemia devastadora, el papel del salario mínimo es más importante que nunca: “los trabajadores de la UE deben tener acceso a oportunidades laborales y salarios mínimos adecuados para respaldar una recuperación económica sostenible e integradora”.
Como decían los eurodiputados ponentes de esta directiva, “el empleo como mejor remedio ante la pobreza ya no funciona”. Las devaluaciones salariales producidas por las crisis y el covid-19 en estos últimos años, hace que sean muchos millones de trabajadores los que con su salario no puedan vivir. Los datos de Eurostat nos dicen que el 9`8% de los trabajadores europeos está por debajo del 60% de la renta media y que casi 90 millones viven en situación de riesgo de pobreza. Que esto ocurra en una de las zonas más ricas del mundo, con una carta de derechos sociales envidiable, además de ser una contradicción, es una vergüenza.
La directiva propuesta establece un marco para mejorar la adecuación de los salarios mínimos y aumentar el acceso de los trabajadores a esta protección. Para conseguirlo incluye mantener el poder adquisitivo, garantizar el acceso de manera efectiva a la percepción, reforzar el cumplimiento y su aplicación, previendo sanciones disuasorias para su extensión y utilizar el diálogo social a la hora de fijar el sueldo. Un método aplicable a los 21 países miembros que tienen establecidos unos salarios mínimos por ley, entre ellos España, pero no en los seis países (Dinamarca, Suecia, Finlandia, Austria, Chipre e Italia) que lo pactan por negociación colectiva. Y aunque no se fija en la propuesta un salario mínimo a nivel de toda la UE y tampoco se obliga a introducirlo, sí se deja claro el objetivo de que en todos los países se fije una remuneración mínima equivalente al 60% del salario medio nacional.
Si se quiere impulsar la convergencia económica y social de los países socios de la Unión y reducir el riesgo de dumping salarial en un mercado laboral sin fronteras, así como rescatar alguno de los millones de europeos en riesgo de pobreza, es imprescindible avanzar por el camino de medidas como esta. Seguro que habrá rechazo de aquellos países con un SM tan reducido que les hace competitivos para atraer deslocalizaciones de empresas o captar nuevas inversiones, pero la construcción de Europa no puede hacerse fomentando las desigualdades, sino todo lo contrario.
Los grandes perceptores del SM en todos los países de la UE son los jóvenes y las mujeres, de manera que mejorar las condiciones de integración de los jóvenes y reducir la brecha de género, pasa también por dotarles de mejores condiciones económicas y sociales.
Sabiendo que esta es la posición de la Comisión y el Parlamento, no tiene sentido contraponer la posible subida salarial del SMI en España (0’9%) con las directrices de la política económica de la Unión, o argumentar la posible colisión con los criterios de reparto y adjudicación de los fondos europeos para salir de la crisis derivada del Covid-19, como en algunos sectores económicos y mediáticos se viene haciendo.
El compromiso de los ministros de trabajo de España y Bélgica para impulsar un grupo de trabajo que promueva esta propuesta de directiva del SM para la UE, durante la actual presidencia portuguesa, es una buena noticia.