La semana pasada terminó en el Senado la larga tramitación de la Ley de Memoria Democrática. Fue aprobada por el Congreso en el mes de julio con 173 votos a favor, 159 en contra y 14 abstenciones. Votaron a favor PSOE, UP, PNV, PDCat, Mas País, Compromis, EH Bildu y CC; en contra, PP, Cs, Vox, Junts y UPN; se abstuvieron ERC y algunos partidos pequeños.
Al igual que la ley impulsada por Rodríguez Zapatero en 2007 —y que esta ley viene a complementar—, lo primero que hay que lamentar es la absoluta falta de consenso de la que ha estado acompañada su tramitación y aprobación. En esencia, la izquierda y algunas derechas moderadas, como el PNV, el PDCat y CC, la han apoyado —con reservas y falta de entusiasmo en algunos casos, entre los que se incluye la abstención de ERC— y la derecha más radical la ha rechazado.
Resulta muy decepcionante que, 83 años después de la guerra civil de 1936-39 y 44 años después de la recuperación de la democracia en nuestro país, no sea todavía posible hallar un lugar de encuentro entre la izquierda y la derecha ni una mirada compartida a esta parte de nuestra historia. Según la derecha, el Gobierno busca imponer una visión sesgada de la historia y abrir heridas cerradas. En consonancia con ello, la oposición clamó durante el pleno contra un texto, según ellos, cargado de intencionalidad ideológica y que suponía “una traición a los españoles”. La senadora del PP Amelia Salanueva afirmaba que la ley “ha dinamitado el pacto constitucional del 78″ y el ex-ministro de UCD —y actualmente en el PP— Rafael Arias Salgado escribía que la izquierda ni siquiera tenía derecho a presentar una ley de memoria, cualquiera que fuera esta. Según él, “la Ley de Amnistía de 1977 tiene que ser interpretada como una Ley de Punto Final” en el sentido de que “excluye el pasado del debate político”. Para la derecha, parece que la única actitud correcta ante nuestro convulso pasado es el olvido.
En mi opinión, y con la intención de contribuir a la búsqueda de ese posible punto de encuentro que hoy parece imposible, el punto de partida debería ser reconocernos unos a otros como demócratas y alegrarnos de formar parte de ese pequeño cogollo de países que disfrutan de democracias plenas, con separación de poderes, que respetan los derechos civiles, promueven la igualdad de hombres y mujeres, rechazan la tortura y la pena de muerte y están contra cualquier forma de totalitarismo.
Si ello fuera así, nuestra democracia debería reconocerse heredera de las pocas y breves experiencias democráticas de nuestro país durante los siglos XIX y XX y lamentar que, la mayor parte de esos dos siglos, España viviera bajo monarcas absolutos del Antiguo Régimen, democracias incompletas o, directamente, dictaduras. Escribir eso en una ley no es reescribir la historia, sino simplemente transcribirla. Entre los historiadores que responden a la verdad científicamente contrastada, y no a prejuicios ideológicos, ya existe ese consenso.
Como existe un consenso entre ellos en que la guerra española de 1936 no fue tan solo una guerra civil. Se inscribía en un contexto histórico de enorme polarización política internacional: eran los años de auge del fascismo, del comunismo y del anarquismo y España no estaba al margen de estos movimientos; en nuestra guerra intervinieron activamente potencias extranjeras tales como la Alemania de Hitler, la Italia de Mussolini, la Unión Soviética de Stalin y miles de brigadistas internacionales y contó con la no intervención activa de Francia y Reino Unido. Europa estaba a las puertas de la Segunda Guerra Mundial y las potencias se posicionaron en consecuencia.
Por ello, el punto de encuentro de los demócratas debería ser tratar de conocer aquellos hechos con el mayor desapasionamiento posible y tratar de entender las causas que condujeron a ese enfrentamiento fratricida, sobre todo con la intención de que algo así no pueda volver a suceder.
Afortunadamente, hay suficientes documentos históricos —libros, películas, etc.— escritos por profesionales neutrales, muchas veces extranjeros, que permiten conocer la verdad de aquellos hechos a quien honestamente lo pretenda. Cuando se conocen en detalle tales hechos, muchos de ellos horribles y tremendamente crueles, la reacción desde la distancia de los años no debería ser de rencor sino más bien de profunda lástima y compasión porque aquello pudiera haber sucedido.
Por eso, el primer objetivo de una ley de memoria debería ser promover el conocimiento de la verdad histórica e introducir dicho conocimiento en los curricula educativos, para que las nuevas generaciones entiendan lo que pasó. El objetivo de “verdad” y la pretensión de su difusión se repite numerosas veces en esta ley y nadie debería calificar eso como una traición a los españoles.
La segunda palabra que se repite es “reparación” a las víctimas. La ley es muy cuidadosa en definir qué se entiende por “victima”, de forma que incluya a las de ambos bandos. Se consideran como tales a las personas que fallecieron en la guerra o fueron perseguidas por sus ideas políticas, religiosas o de orientación sexual, tanto durante, como después de ella. Conocer y difundir la verdad histórica ya es, de hecho, parte de la reparación.
Otra parte es que el Estado asuma en la ley la obligación de la búsqueda y exhumación de los desaparecidos, de hacer un inventario de las fosas donde todavía permanecen muchos de ellos y de confeccionar un registro público de las víctimas. Parece que esta parte de la ley sí ha sido asumida por la derecha en otras ocasiones. Como bien dijo el ministro Félix Bolaños, “permitir a miles de personas recuperar los restos de sus seres queridos no es de izquierdas ni de derechas”.
Promover la verdad histórica y reparar a las víctimas son los objetivos esenciales de esta ley y no se entiende por qué eso puede despertar recelos en la derecha. Cierto es que, en el Título Preliminar, se condenan el golpe de Estado de Franco que dio origen a la guerra y la dictadura posterior. Pero, ¿por qué esto no es asumible por la derecha? ¿Es acaso deformar la historia? Que Franco se levantó contra la República y que su régimen fue una dictadura lo admiten todos los historiadores.
Mi más sincera opinión es que nuestra derecha —excluyendo de ella a Vox, que nunca la hizo— no ha culminado la Transición y sigue anclada en los estereotipos del pasado. Si abrazara honestamente la totalidad de los principios democráticos, no tendría más remedio que condenar todos los regímenes autoritarios y en ellos se incluyen, no solo la Unión Soviética de Stalin, la Cuba de Castro o la actual Rusia de Putin, sino también el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla y la España de Franco.