Mis conocimientos de economía andan algo justos, pero, en cambio, se me dan bastante bien los números. Unos sencillos cálculos nos pueden ayudar a entender y a afrontar mejor los difíciles momentos por los que atravesamos los países europeos —entre ellos, el nuestro— como consecuencia de la horrorosa guerra en que nos ha metido el criminal Putin.
España no produce gas natural ni petróleo, sino que los importa. Si el precio de estas materias primas se ha desbocado en los mercados internacionales como consecuencia de la guerra, no cabe duda de que hemos de dedicar más recursos nacionales a adquirirlos. Recursos que hemos de retirar de otros destinos. Es decir, nos estamos empobreciendo de una forma neta.
La primera forma de empobrecernos es la inflación. Si el índice de precios ha subido un 10% en un año, nuestros ingresos han disminuido automáticamente en un 9%: con 100 € actuales podemos comprar lo mismo que hace un año con 91 €. La inflación es el equivalente a una bajada de sueldo.
La segunda forma son las ayudas que está dando el Gobierno para paliar la subida del combustible y el resto de ayudas al transporte, al campo, a las industrias electrointensivas, a la pesca, etc. Se han previsto 6.000 M€ (millones de euros) hasta el 30 de junio y otros 10.000 más en créditos. Estos recursos se detraen de otras necesidades públicas como pueden ser la sanidad, la educación, las inversiones en infraestructuras y otras muchas. O bien, van a nuestra deuda pública que, en estos momentos alcanza el 118% de nuestro PIB —lo que supone 1.422.000 M€—. Esta deuda genera muchos miles de millones en intereses cada año que hemos de pagar. Y, en algún momento, las generaciones futuras habrán de saldarla con sus impuestos. Es decir, nos empobrecemos nosotros y hacemos más pobres a nuestros hijos y nietos.
Estas dos formas de empobrecernos no dejan de ser un modo de repartir entre todos el exceso de coste del gas y del petróleo, evitando que unos colectivos paguen mucho más que otros. Si no se dieran esas ayudas, muchas empresas y autónomos tendrían que cerrar su actividad, con lo que además se generaría paro y, por consiguiente, más pobreza.
La única forma de empobrecernos menos es dejar de comprar gas y petróleo o, al menos, disminuir nuestra dependencia de ellos. Un modo de hacerlo es sustituir estas formas de energía por otras que no haya que importar. Eso nos conduce al sol, el agua y el viento —es decir, a las energías renovables—, de las cuales disponemos en abundancia. Si lo logramos, estaremos matando dos pájaros de un tiro: independizarnos de los mercados desbocados del gas y del petróleo y reducir nuestras emisiones de CO2. En definitiva, hemos de acelerar todo lo posible la transición energética prevista en la ley de cambio climático que fue aprobada en mayo de 2021.
Como eso no va a suceder de inmediato, hay en cambio algunas cosas que podemos hacer desde hoy mismo. Una de ellas es ahorrar electricidad. El 15% del consumo eléctrico se genera con gas, el cual, a la espera de que la UE apruebe el proyecto del Gobierno para desacoplar en lo posible el gas del precio de la luz, además hace que el precio de esta esté por las nubes. Si el 15% de un producto multiplica su precio por cinco, el precio total del producto sube un 60%. Eso significa que, aunque se aprobara la reforma del Gobierno, la luz no bajaría de 100€ el megavatio hora (MWH). Si disminuyésemos nuestro consumo de luz un 15%, no necesitaríamos el gas en absoluto y el precio de la luz bajaría hasta los 40 o 50 € el MWH. Además, sería estable.
Para ahorrar electricidad —y también gas—, las instituciones públicas, las empresas, y los ciudadanos que puedan hacerlo, podrían realizar inversiones para aislar mejor sus edificios. Se estima que el 30% de la energía total consumida en España se gasta en calentar y enfriar los edificios y las viviendas. Es la misma cantidad que consume todo el transporte por carretera. Estamos, pues, ante una coyuntura muy apropiada para plantearnos dichas inversiones.
Otra forma de ahorrar luz y gas es instalar energía solar térmica, para nuestro agua caliente sanitaria. Una placa térmica con un depósito de 200 litros cuesta alrededor de 900 € y ocupa menos de dos metros cuadrados en el tejado o terraza de nuestras viviendas. Los edificios públicos lo tienen aún más fácil porque son propietarios de sus tejados. Los edificios comunitarios habrían de plantear la inversión para todos los vecinos.
Una tercera forma, con ayudas previstas en la Ley, es la creación de comunidades de autoconsumo. Esta modalidad es aplicable a instalaciones agrarias, urbanizaciones e, incluso, pequeños pueblos. Dichas comunidades tendrían sus propios sistemas de generación de electricidad —fotovoltaicos o eólicos— y, posiblemente, de almacenamiento. También podrían comprar energía de la red en los picos de consumo y venderla a esta en los valles. En conjunto, disminuirían la demanda total de electricidad de la red y ello nos acercaría a esa reducción deseada del 15%.
Los paneles fotovoltaicos deberían extenderse además a las viviendas de tipo unifamiliar que, en muchas ocasiones, son segundas viviendas. Estos paneles generarían electricidad todo el año, energía que se vendería a la red cuando los propietarios no estuvieran presentes para consumirla. Aparte de reducir a cero la factura de la luz, o incluso generar beneficios, estas instalaciones aumentarían la potencia total de renovables, haciéndonos, como país, más independientes del gas. Una instalación de 3KW de potencia, suficiente para un consumo familiar moderado, cuesta en torno a 2.000 €.
Por último, y esto estaría fundamentalmente en las manos del Gobierno, habría que acelerar la electrificación del transporte y del resto de los vehículos. Los obstáculos actuales para ello son principalmente el precio de compra y la escasez de puntos de recarga.
Respecto a lo primero, aunque no habrá un Plan Renove estatal en 2022, las comunidades autónomas recibirán hasta 400 M€, ampliables a 800 M€, del Plan Moves III, para la adquisición de vehículos eficientes por particulares, con subvenciones de hasta 7.000 € en el caso de turismos y de 9.000 €, si son vehículos comerciales ligeros. Para estimar si estas cifras son poco o mucho, podemos compararlas con lo que el Estado va a gastar en subvencionar, con 15 céntimos por litro, el combustible de los próximos tres meses: alrededor de 1.500 M€. Esta cantidad, aunque necesaria coyunturalmente, no cambia nuestra dependencia del petróleo; la anterior, sí.
A medio plazo, potenciar el uso del tren para el transporte de mercancías —actualmente, el 90% de ellas se transporta por carretera— disminuiría drásticamente el consumo de gasóleo.
En cuanto a los puntos de recarga, el Gobierno ha aprobado fondos para que lleguen a ser 100.000 en 2023. Actualmente, hay unos 12.000. Es decir, a muy corto plazo, el coche eléctrico será una alternativa viable como único vehículo familiar.
El escollo principal está en el transporte pesado. Si bien ya hay en el mercado camiones eléctricos y de hidrógeno, todavía no está claro cuál de las dos tecnologías tendrá más futuro. Los de hidrógeno se cargan rápido, pero necesitan una infraestructura que todavía no existe. Además, su eficiencia eléctrica es menor. Los de baterías, por su parte, todavía no cuentan con puntos de recarga suficientemente rápidos. Sería necesario acelerar esta reconversión.
Aumentar el ahorro, el aislamiento térmico, el autoconsumo y la movilidad eléctrica son las claves para dejar de depender de los combustibles fósiles y de emprobrecernos como nación.