En lo que va de año, los resultados de la celebración de un referéndum en democracias asentadas como el Reino Unido o Italia se ha llevado por delante a Presidentes del Gobierno como Cameron o Renzi, que no parecían tener problemas de apoyo parlamentario. Tampoco han sido satisfactorios los resultados del referéndum colombiano, aunque parece que se ha salvado el acuerdo de paz a través de su aprobación parlamentaria. Estas situaciones no son nuevas pues De Gaulle, tras sortear con éxito toda la revuelta de Mayo de 1968, se metió de hoz y coz en un referéndum innecesario que provocó su definitiva salida del poder. No voy a analizar las consecuencias que tendrá el referéndum italiano en Italia, sino que voy a adelantar algunas reflexiones generales que puedan servir para la política española.

En los años veinte del siglo pasado se preguntaba Hans Kelsen si con un referéndum (que llamaba plebiscito) se manifiesta realmente la voluntad popular. Y respondía que no sólo dependía de la universalidad del sufragio sino del grado de participación de los electores (Hans Kelsen: Teoría General del Estado, Granada, 2002, pág. 576). Desde ese punto de vista, los referenda británico e italiano han manifestado realmente la voluntad popular. Pero sin pretender enmendar la plana a uno de los juristas más geniales del siglo XX, me atrevería a añadir cuarto condiciones más para considerar que un referéndum puede tener utilidad política, que sea necesario, su utilidad pedagógica, su acomodo al ordenamiento jurídico y la permanencia de sus resultados.

En pocas ocasiones un referéndum es necesario. Y no lo es porque su estructura más o menos binaria sofoca los grandes matices que suelen poseer las grandes decisiones políticas. Pudo ser necesario el referéndum para dilucidar si en Italia se mantenía la Monarquía o se optaba por la República pero pocos casos hay de igual claridad. Quizá fue necesario para legitimar la Constitución española de 1978 en cuanto comportaba pasar la página de la dictadura. Pero no estoy seguro que fuera un acierto el tan citado referéndum de Quebec, que comportaba riesgos reales de ruptura de un Estado ya asentado como Canadá. Por eso, los referenda convocados con la mirada alicorta de asentarse en un Gobierno, como ha planteó Cameron, constituyen una frivolidad que al final acaba pagando su promotor. El referéndum italiano, que por la gran envergadura de la reforma podía crear problemas a su promotor, se podría haber evitado reformando previamente el artículo 138 de la Constitución para soslayar su cuasi-obligatoriedad que, además, no dependía del Gobierno sino de que lo solicitan los electores o cinco Consejos Regionales.

La utilidad pedagógica de los referenda tiene que ver con el contenido de lo que se somete a consulta. Si no hubiera sido obligado por el artículo 152.2 de la Constitución, ¿tenía sentido someter a referéndum un macro-Estatuto de Autonomía como el catalán de 2006, con doscientos veintitrés artículos? ¿Cuántos catalanes pueden percibir el alcance jurídico y político de una norma de este tipo? Así se entiende la escasa participación del 49’4% del censo electoral. Un referéndum sólo sirve para dilucidar un cambio de régimen o una situación política puntual muy delimitada como fue, por ejemplo, la permanencia de España en la OTAN. Evidentemente, un referéndum sobre la independencia de Cataluña tendría esa cualidad de la utilidad pedagógica, pero le faltaría legitimidad constitucional.

Porque la tercera cualidad que legitima un referéndum es que su convocatoria se efectúe legalmente, conforme al Derecho vigente. En Cataluña los independentistas, que niegan legitimidad al Estado democrático español, pretenden celebrar la consulta al margen de la Constitución, lo que la invalida porque no ofrece garantías ni salidas. Por eso el Tribunal Constitucional está advirtiendo contra todas estas iniciativas.

Finalmente, el resultado del referéndum ha de ser permanente. No se puede repetir porque sus promotores lo hayan perdido como se intenta en Quebec y, parece, en Escocia. La consulta no puede ser motivo de agitación permanente hasta ganarse por cansancio del adversario.

Por eso iniciativas como las de Cameron y Renzi constituyen una decisión inmeditada. Una por innecesaria, la otra por enfocarla con una táctica inadecuada. Y no consuela que sus frívolos o inexpertos promotores hayan salido escaldados, porque la crisis provocada es irreversible.