El Tribunal Constitucional ha perdido su legitimidad como máximo intérprete de la norma fundamental que organiza nuestro sistema político, y establece los principios, valores y derechos que deben guiar el comportamiento de la ciudadanía. Esta sería la conclusión a la que inevitablemente conduce una decisión dominada por la parcialidad de la mayoría de sus miembros.

Al paralizar un procedimiento legislativo que se estaba impulsando desde el Congreso, interviniendo de manera diametralmente opuesta al su propio y tradicional criterio de la “auto restricción” (self-restraint), ha desempeñado un papel que en absoluto le corresponde

Ha dejado de actuar en la condición de órgano de naturaleza jurisdiccional y “legislador negativo”; unas características que destacamos en las primeras lecciones de clase, quienes impartimos desde hace décadas la asignatura de Derecho Constitucional. Evidentemente será necesario remarcar a los futuros juristas de este país que el 2022 representó una frontera en el tiempo en el sistema institucional implantado con la transición democrática. El año en que el Tribunal Constitucional decidió concederse a sí mismo una potestad que ni la Constitución ni su Ley Orgánica le atribuían.

En efecto, no hay precedentes de una actuación tan grave –hay que subrayarlo con este adjetivo- que convulsiona las reglas de juego de nuestra democracia constitucional. La posibilidad de que, ahora pero también en cualquier momento del futuro, se pueda bloquear la función primordial del Poder legislativo como representante único de la soberanía popular. Esta es la consecuencia indiscutible de lo que ha ocurrido, cuando el Tribunal Constitucional interviene como un agente activo en el procedimiento de creación de una ley, controlando su constitucionalidad cuando ni siquiera lo es, deteniendo la labor del Legislador si considera que el objeto de un debate parlamentario no se adecúa a lo señalado en su doctrina jurisprudencial. El efecto “preventivo” de su decisión en el caso que nos ocupa es irrefutable; como del mismo lo es la ausencia total de legitimidad y legalidad para llevarlo a cabo.

No cabe duda, pues, sobre la tacha de inconstitucionalidad en la que incurre la decisión adoptada, al aceptar las “cautelarísimas” que solicitan los propulsores del recurso de amparo, y paralizar el debate parlamentario en las dos Cámaras legislativas. El argumentario que completa las razones antes expuestas podría subrayar, por de pronto, la indefensión procesal en la que quedan la mayoría de los diputados y el conjunto del senado, cuando se les impide que puedan examinar, discutir, y decidir en su caso, sobre la enmienda a una proposición de ley. A raíz de ese posicionamiento hegemónico, y al tiempo infundado del Tribunal, no tienen posibilidad alguna para ejercer la función esencial que se les ha asignado por la Constitución, como tampoco la de representarnos como titulares de la soberanía.

Incluso con el riesgo de colocarse, o entrar de lleno, en el límite de la prevaricación. Se les recordará con toda seguridad en el futuro, y deberemos explicarlo así a las actuales y próximas generaciones de juristas, que su comportamiento es modelo ejemplar de falta absoluta de ética. No sólo al no abstenerse para decidir sobre una cuestión (su sustitución como magistrados de esta Alta Corte), sino al rechazar una recusación obligada y consistente jurídicamente. Con la agravante de haber creado una modalidad que, al parecer, autoriza al recusado a decidir una pretensión judicial, antes de que se dilucide, objetivamente, si los jueces que la resuelven reúnen las condiciones necesarias de imparcialidad.

La complejidad de lo que ha dejado de ser un mero incidente en la tramitación parlamentaria de una ley se intensificará en los días venideros si, como sería lógico, se presenta un amparo constitucional por los afectados de esa misa decisión; una resolución que , esta vez sí de forma clara y contundente, ha privado a la casi totalidad de los representantes del pueblo del ejercicio de su derecho fundamental de participación política. La hipótesis colocaría al órgano que ha vulnerado ese derecho en el rol de juzgador de sí mismo. Parece inevitable que será en otro lugar donde se aclare definitivamente el inédito conflicto que se ha producido en nuestro sistema institucional. Cabe predecir que será la Corte de Estrasburgo la que determine o confirme en su caso el, en mi opinión indudable, atentado a algunos de los derechos fundamentales consagrados en la Constitución de 1978 y en la Convención de Roma.

No hay otro camino seguramente desde la esfera jurídica nacional, ya que la reforma de la Ley Orgánica (LO) aprobada en el 2007 proporcionó al Tribunal Constitucional un “blindaje” entonces seguramente conveniente para solucionar el clásico choque de trenes con el Tribunal Supremo. Sin embargo, aquella jurisdiccional se plantea hoy como una dificultad insalvable para evitar la indefensión de los parlamentarios a los que se ha prohibido seguir con la tramitación parlamentaria de las enmiendas legislativas. De acuerdo con la LO (artículo 4),  su posición hegemónica le autoriza para decidir, libremente y sin condicionamiento alguno,  sobre su propia competencia, lo que en consecuencia impide cualquier recurso ante ningún otro órgano jurisdiccional del Estado a través del cual se puedan enjuiciar sus resoluciones.

La valoración política también es inexcusable y conviene ponerla de manifiesto. Para descubrir en su decisión la complicidad explícita del Tribunal –quizás habría que puntualizar, de la mayoría de este concreto Tribunal Constitucional- con una operación promovida desde hace tiempo por los sectores que conforman la derecha política de este país. No hace falta identificar a quienes se condecoran a sí mismos con la medalla de los auténticos y exclusivos “constitucionalistas”.

Todavía en esta dimensión, la génesis del problema no es otro que la intolerancia y obsesión de unos partidos que reducen la legitimación en el ejercicio del poder político únicamente a los que votan o defienden unas posiciones conservadoras desde el punto de vista ideológico. El resto, me refiero a las formaciones situadas a su izquierda, o bien los impulsores de modelos territoriales alternativos, carecen para ellos de esa legitimidad; da igual que su presencia en los órganos de representación política responda al apoyo que les han otorgado millones de ciudadanos y ciudadanas. Porque para quienes componen esta derecha tan radicalizada –conviene no olvidar a sus mentores y efectivos valedores mediáticos- aquellos no son ciudadanos de pleno derecho, porque su voto al parecer no vale lo mismo que el de sus electores.

Sin duda, como crítica necesaria a un procedimiento legislativo muy poco adecuado a la importancia de la materia que se quería regular, no se puede obviar el error, no sólo técnico, en el que ha incurrido el Gobierno y su mayoría en las Cortes. No es de recibo, y menos con los precedentes que existían ya en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, la utilización de una vía parlamentaria con la que se quería atajar, en aras sólo de la celeridad, la renovación y el desbloqueo de dos institucionales capitales de nuestro Estado constitucional. Los hechos han demostrado que con esta precipitación la mayoría gubernamental actuó de forma negligente.

Pero en ningún caso el problema técnico y jurídico debe ocultar ni relativizar la significación que tiene para el sistema constitucional la “okupación” ilegal e ilegítima de aquellas mismas instituciones, por unos juristas que fueron designados en su momento por los delgados de la soberanía popular, en virtud justamente de una calidad jurídica a la que ahora han renunciado para entrar en un juego que no les corresponde.

Escribía hace poco que, en lo personal, tenía una sensación extraña a raíz de esta invasión competencial del poder legislativo en la decisión adoptada por del Tribunal Constitucional. Para cualquier demócrata resucitan viejas sensaciones; emociones de juventud con las que recordamos aquellos tiempos en los que, en las aulas de la universidad, se hacía frente a la intolerancia de los todavía nostálgicos del Franquismo. La democracia constitucional no es sólo un concepto doctrinal, sino una realidad con enemigos a la vista hoy en España.

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Gerardo Ruiz-Rico Ruiz es Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Jaén