No voy a demonizar las redes sociales cuando todos las utilizamos de forma cotidiana, porque ya no podemos vivir sin ellas. Social y culturalmente somos seres tecnológicos. Y bienvenida sea la tecnología que tanto nos facilita la vida, el trabajo y las relaciones.
Aquí me tienen, desde Valencia, escribiendo un artículo que enviaré desde el mismo ordenador, que será colgado en una página web, mientras escucho Spotify, reviso la prensa (a la que estoy suscrita) mediante internet, y chateo con mi hija por wasap porque está fuera estudiando. ¡Qué maravilla! Hasta mi suegra utiliza el grupo de la familia mandando fotos, chistes, comentarios, y dándonos los buenos días, lo que hace que se sienta menos sola, mientras lee en un ebook con letra grande las últimas novedades.
Nadie puede negar lo mucho que nos facilita la vida la tecnología. Ahora bien, los problemas no están en su uso, sino en sus excesos (adicciones, falta de privacidad, vigilancia permanente de nuestros gustos o búsquedas) y, sobre todo, quién se beneficia económicamente de ello y, sobre todo, quién tiene el poder. Acuérdense cuando Facebook cortó la comunicación de Donald Trump por sus fake; a mí me pareció muy bien, pero no deja de ser la decisión de una persona que controla lo que emite o no.
Estamos en un sistema capitalista de “libre” mercado. Permitan que escriba “libre” entre comillas porque la teoría es muy sufrida. Sin embargo, la realidad es otra.
Esta semana lo hemos visto con lo ocurrido con la caída del gran gigante Facebook. Por unas horas, el mundo se había paralizado. Los teléfonos empezaron a sonar como hacía tiempo que no lo hacían, porque teníamos que comunicarnos sin el wasap.
Los defensores del “libre” mercado dirían que un chico universitario, Mark Zuckerberg, pudo cumplir el sueño americano. Y así creó una red social y se convirtió en mucho más que rico. Pero las cifras asustan.
Tal y como han repetido los medios de comunicación (pero hay que digerirlas despacito), Facebook es la red social más utilizada del mundo con más de 2.800 millones de usuarios activos. Su propietario, Mark Zuckerberg es la quinta persona más rica del planeta, según Forbes. En 2012, Facebook compró Instagram y dos años más tarde, en 2014 adquirió WhatsApp, que actualmente es la tercera aplicación más utilizada en todo el mundo con 2.000 millones de usuarios. Así, eliminó toda competencia. ¿Libre mercado?
De repente, tiene un tropiezo, se produce un apagón y afecta socialmente a todo el mundo, tanto en relaciones personales como en laborales, hasta a gobiernos y países completos (menos a China que camina con sus propios proyectos). Todo queda incomunicado porque todos “dependemos” sin excepción de un único señor y su empresa.
Eso sí, el pobre empresario ha pagado las consecuencias porque sus acciones perdieron casi un 5% de su valor en bolsa, perdiendo ¡¡¡¡6.000 millones de dólares!!!!, lo que ha supuesto bajar al 6º puesto de la lista Forbes. Según los datos económicos, el valor en bolsa de Facebook es casi similar a todo lo que España produce en un año, todo su PIB.
Quizás nos hayamos inmunizado también ante estos datos pero a mí todavía me cuestan de asimilar.
El problema no es Mark Zuckerberg, quien además está considerado un gran filántropo y a quien el dinero le llueve casi por castigo, puesto que el origen de su fortuna no es ilícita, sino que se sustenta sobre el éxito de las redes sociales y la tecnología que, no es que hayan venido para quedarse, es que han modificado nuestro ADN cultural.
El problema es el sistema económico capitalista llamado de “libre” mercado, donde la concurrencia, la libertad de ofertas, la competencia es irrisoria, incluso a veces, inexistente. Los gobiernos democráticos están sometidos al vapuleo y exigencias de las grandes corporaciones que eluden pagar impuestos, que exigen condiciones para establecer sus negocios y que vigilan permanentemente a la ciudadanía.
En el otro extremo de la balanza y del planeta, surge China. Con un modelo económico peculiar. Un capitalismo vigilado. Si se trata de saber quién vigila a quién, Xi Jinping lo tiene claro: vigila él. Y, ahí lo tenemos: prohibiendo la entrada en China de empresas occidentales, controlando las acciones y propiedades, incluso persiguiendo a los multimillonarios que han surgido a la sombra del régimen para que no se descontrolen. Xi Jinping no ha podido evitar que, aplicando las recetas capitalistas, surja la nueva élite económica china que ya es tan exageradamente rica como la occidental. Sin embargo, llega el momento de poner límites.
Ese es el debate económico político del siglo XXI: ¿quién controla a quién? Un mismo sistema económico con dos modos de gestionar políticamente muy diferentes. Y, en medio, la Democracia.
Porque China y su líder no contemplan para nada la gobernanza democrática. Es él quien decido cómo, cuándo, en qué y con qué cantidad se ayuda al pueblo. Él es el padre del pueblo y, por tanto, él decide sobre todos. La política manda en China sobre la economía: a golpe dictatorial.
En el otro lado, no se crean que ustedes, cuyo voto es imprescindible, están decidiendo libremente sobre qué compran, qué les gusta, qué ven en las redes o qué leen. Y mucho menos cómo se distribuye la riqueza. Aquí lloramos amargamente cuando descubrimos que es la economía la que manda e impone sus condiciones sobre la gobernanza democrática.
No es fácil. Es un equilibrio de poderes donde ya nada está centralizado y en exclusiva. Sin embargo, el sistema económico de “libre” mercado de las sociedades democráticas necesita ser repensado porque no podemos seguir con una desigualdad desbocada o con la “secesión” de los ricos que apuntan tan certeramente Joan Romero y Antonio Ariño. La víctima de ello es, sin duda, la Democracia a la que, de forma populista, se le achacan todos los males y desengaños.