Robustez económica de España: datos macroeconómicos de Política Fiscal
El Economist Intelligence acaba de publicar un estudio en el que se afirma que España es una democracia plena –sobre un máximo de diez puntos, se obtienen ocho–. Este informe, sintetizado en The Economist, subraya la mejora de las libertades civiles y el funcionamiento del Ejecutivo. En paralelo, en el Foro de Davos (enero de 2023) se ha elogiado la evolución de la economía española, poniéndola como ejemplo en el marco de la Eurozona. Estos dos aspectos, que provienen de entidades y palestras de perfil claramente liberal –y con derivadas ortodoxas en la economía–, resultan ilustrativos acerca de la visión que se tiene de la trayectoria económica de España. Una hoja de ruta que se ha marcado con factores exógenos –la complicidad europea, con fondos económicos concretos– y endógenos –a partir de la aplicación de una política económica precisa, volcada a atajar los impactos de las crisis en los colectivos más vulnerables y en el amplio espectro de la clase media–.Naturalmente, hay sombras. Pero cabe resaltar que pocas veces se enfocan las luces (consúltese una síntesis apretadísima en la tabla 1) de una actuación en políticas públicas, encuadrada en un contexto de severas complicaciones de todo tipo, que hubieran arrastrado a la economía y a la sociedad hacia el precipicio si se hubieran desplegado las políticas de la austeridad, harto conocidas por sus resultados calamitosos. De nuevo, la tiranía de los datos, que pueden consultarse –para no cansar al lector– en las bases de las instituciones de referencia (INE, Eurostat, FMI, Banco de España, entre otras).
Tales informaciones se podrían extender con otras aportaciones de distintas entidades (reiteramos de nuevo, en este caso: FMI, Comisión Europea, Eurostat, OCDE), coincidentes en una misma dirección: la economía española está manifestando una robustez importante, que contrasta, con datos en la mano, con otras de su marco geográfico referencial. De hecho, para las instituciones citadas, España será el país con mayor crecimiento económico en 2023, y en una posición comparativamente ventajosa en 2024. Estas declaraciones, que se pueden consultar en abierto sin problema, con guarismos que las acompañan, son recibidas con sordina por parte de muchos medios de comunicación e, igualmente, son ninguneadas con la oposición política, entestada en remarcar no solo las fisuras que se puedan detectar, sino en promulgar falsedades e inexactitudes que no se avienen con el rigor de los números. Se llega a mentir para socavar la confianza, se soslaya así un animal spirit de primera magnitud.
Por ejemplo, se ha hablado con profusión de los problemas de la deuda española y, sobre todo, del déficit público que, en términos teóricos, se cree que se abultará a tenor de la política económica de gasto público implementada por el Ejecutivo. Este mantra se repite de forma reiterada tanto en los púlpitos parlamentarios, como en las cuentas en redes sociales de pseudo-economistas, amén de sus apariciones fulgurantes en programas televisivos, en los que la víscera domina a la razón y al dato. Se preconiza la hecatombe, el hundimiento irremediable, las peores plagas. El motivo: el crecimiento, en efecto, de la deuda pública sobre PIB a raíz del estallido de la pandemia (véase el gráfico 1), un hecho que incrementó las deudas de todos los países al poner en funcionamiento mecanismos contra-cíclicos que inferían, justamente, la expansión deudora. Fueron los verdaderos diques de contención para evitar un colapso total de las economías, puestas en estado comatoso, la pieza clave del gasto público auspiciado por las principales instituciones económicas del mundo. Ahora bien, a partir del segundo trimestre de 2021, el ratio deuda/PIB se ha ido reduciendo, hasta llegar al 115% en cierre del año 2022. Sin embargo, otros datos corroboran la reducción del déficit público, a partir de las publicaciones del Banco de España y de los registros estadísticos del INE. Tomemos esa referencia y veamos.Las cifras del déficit público han mejorado de manera ostensible: desde el 11% del PIB durante el gran frenazo de la pandemia, hasta el 6,76% en 2021, en un contexto, recuérdese, en el que Bruselas exigía el 8,4%. Una notable mejora. En 2022, y a la espera del cierre definitivo del ejercicio, la previsión es de un déficit que será inferior al proyectado por el propio Gobierno, que lo cifraba en el 5%. Las causas: el incremento de la recaudación tributaria, explicable por el proceso de la inflación; pero sobre todo por el vigor del empleo y las subidas salariales, que han elevado los ingresos por IRPF, junto a los resultados obtenidos en el Impuesto de Sociedades. Tres vectores contribuyen a explicar estos datos:
- El superávit de la balanza por cuenta corriente en la economía española, explicable tanto por la venta de servicios de alto valor añadido, como por las importantes entradas registradas por el turismo de masas;
- La intervención pública, mediante impuestos, prestaciones monetarias y en especie, elementos que han inferido una reducción del 38% de la desigualdad de mercado desde 2020, con las mediciones del Índice de Gini.
- En paralelo, el índice PMI (Purchasing Managers Index, o Índice de Gestores de Compras) de las actividades de servicios se ha elevado al 52,7 (considerándose el 50 como frontera a partir de la cual se inicia una expansión económica).
Alerta con la inflación: datos de Política Monetaria
En este panorama, la inflación se erige en una importante amenaza para el desarrollo de la economía. Lo hemos dicho en otras ocasiones, y lo mantenemos. La cuestión tiene derivadas de enorme importancia, relacionadas con el precio del dinero y, con la inferencia de los llamados efectos de segunda ronda. En este punto, una preocupación central de los bancos centrales, inquietud que se traslada a las patronales empresariales, es la reivindicación de mejoras salariales, espoleadas por el incremento de los precios. De ahí que se enfatice la necesidad de controlar los precios para evitar –se explica– esos efectos indeseados. La observación de los salarios constituye así uno de los factores que componen una difícil ecuación económica: cómo mantener poder adquisitivo sin que eso pueda afectar la competitividad de las empresas. Ahora bien, los datos –de nuevo– rubrican realidades que son distintas a los apriorismos que se comunican con harta obstinación.
En efecto, a fines de 2022 el aumento de los salarios pactados se concretó en un 2,78%, frente al incremento del 12% de los beneficios empresariales. En tal sentido, cabe señalar que, según Indeed Wage Tracker, entre 2019 y 2022 España es el país de los más relevantes de Europa en el que los salarios han crecido menos, toda vez que esos aumentos han sido del 4,8% en Francia, 6,3% en Alemania y 4,1% en Italia. En otras palabras, la tensión inflacionista no es imputable a los salarios y se vincula más a la evolución de los excedentes empresariales. Esto ha sido expuesto por diferentes entidades, entre las que destaca el propio Banco de España (https://www.bde.es/f/webbde/SES/Secciones/Publicaciones/InformesBoletinesRevistas/BoletinEconomico/22/T2/Fich/be2202-it-Rec3.pdf). El shock de oferta contribuye a explicar esta situación, en la que la economía no se está “recalentando” por la presión de los convenios colectivos y las reivindicaciones sindicales: los márgenes empresariales tienen, repiten entidades solventes, una cuota de responsabilidad inequívoca (un indicador clave en el gráfico 2).El tema se inmiscuye con la política monetaria, emanada de los bancos centrales. Y, a su vez, con la conexión de esa política con la fiscal, desplegada por los gobiernos. Existen aquí problemas de coordinación, poco resaltados hace años por economistas insignes (que trabajaron con intensidad la política de los multiplicadores fiscales, con corolarios que justificaron la austeridad expansiva a partir de 2010), pero que, ahora, parecen haber visto la luz a tenor de sus aportaciones más recientes. Así, se reconoce la capacidad de la inversión pública como acicate económico crucial (con la elevación en los cálculos de los multiplicadores, que ahora se acepta que superan con creces la unidad), el peso determinante del gasto público agregado e, igualmente, una perspectiva menos ortodoxa en cuanto a los niveles tolerables de inflación (es decir, romper de alguna manera el tabú del 2%, una cifra escolástica que nadie sabe de dónde ha salido). El nuevo libro de Olivier Blanchard (Fiscal Policy under low interest rates, MIT Press, 2023; véase también un trabajo previo del propio Blanchard junto a Alvaro Leandro y Jeromin Zettelmeyer: “Redesining EU fiscal rules: from rules to standards”, Economic Policy, 36, 106, 2016, pp. 195-236) va en esa digamos que nueva línea interpretativa. La incógnita es hasta cuándo durará.
La actitud de los reguladores bancarios se incardina en esa descoordinación con la política fiscal. Las reiteradas subidas de tipos de interés por parte, entre otros, de la Reserva Federal y del BCE, constituyen una práctica de manual, entendible en su primera fase (la primera subida de tipos hace escasos meses, para anclar expectativas y evitar desequilibrios insalvables en los tipos de cambio), pero que tiene encaje difícil en un escenario en el que las tasas de inflación empiezan a descender, con datos inequívocos desde hace ya cuatro meses. Se está viendo esto en el campo de la energía, con claros retrocesos en los precios. Pero en el otro universo muy afectado por la guerra, el alimenticio, también los precios están cayendo. Según el Índice de la FAO, en enero lo hicieron un 18%, por debajo de la punta obtenida en marzo de 2022. Esta tendencia rebaja las tensiones que los alimentos infieren a la composición de la inflación. Las previsiones del Banco Mundial señalan, por su parte, una caída de precios del orden del 6% en 2023, hasta llegar a estabilizarse en 2024.
Por tanto, resulta complicado atajar un shock de oferta con el instrumental del shock de demanda, algo que puede justificarse mejor en la economía de Estados Unidos, pero que resulta más difícil de entender en el caso de la Eurozona. En este punto, los diferenciales inflacionistas entre el norte de Europa y el sur permiten aprehender la posición más drástica del sector duro del Bundesbank –ante una inflación germánica del orden del 9-10%–, por boca de su gobernador Joachim Nagel: tirar hacia arriba los tipos de interés, aunque ello provoque menor crecimiento económico (y penalidades sociales, cabe advertir). La tesis fue refrendada por el vicepresidente del BCE, Luis de Guindos, que ha concluido que esos movimientos en el alza de tipos contraerán la inversión y el consumo. El corolario, muy simplista, es que no se puede hacer nada más. Otra sentencia de manual, cuando uno no sabe qué responder de forma más coherente.
Es decir, se es consciente de que las medidas adoptadas pueden ser letales para segmentos importantes de la población, pero a pesar de eso no se advierten nuevas sendas que puedan ofrecer otras acciones. En este punto, tener una respuesta nítida e imbatible no es fácil, y quien pretenda hacerlo está engañando a sabiendas. Pero lo que sí parece más plausible es que haya una coordinación más eficaz –y eficiente– entre les autoridades monetarias y las fiscales. La misión de ambas no se puede amparar en normativas que concluyen que el banquero central solo debe velar por la inflación, mientras el gobernante ha de desarrollar su política económica, en la que el primero –y su institución– tienen un papel capital. Pedir más gasto público para constreñir los problemas de las capas vulnerables de la población y, al tiempo, implementar los tipos de interés, son direcciones antagónicas que conducen al encarecimiento de la deuda y, por tanto, de los servicios que con ella pueden prestarse. Coordinación no supone dejación de autonomía institucional, ni entreguismo. En circunstancias tan especiales como las que se están viviendo ahora, la flexibilidad debe ser una guía de trabajo mucho más sensata que los principios inamovibles. Se impone la ética de la responsabilidad.
Apunte final
El balance de la economía española, datos en la mano, es positivo. Esto puede ser ignorado o tergiversado por quienes no aceptan la realidad, y preconizan el despeñamiento de la economía española desde hace ya más de tres años. Sin que eso se haya producido, más bien el contrario. La política económica española ha sido elogiada por la propia Comisión Europea, una entidad presidida por una política conservadora. Las variables, los datos de todo tipo, son muy claros. Aquí hemos invocado algunos de ellos, extraídos siempre de fuentes consideradas de gran respetabilidad en el terreno de la economía. Seguro que se pueden aportar más; de la misma manera que es sensato pensar que otros podrían contribuir con variables muy pesimistas. En esta dicotomía, indicadores sintéticos facilitan la comprensión más global: el del PIB, el de la desigualdad, el de la evolución salarial o el de la trayectoria del mercado de trabajo, conforman magnitudes contrastadas no solo por entidades españolas, sino igualmente por instituciones internacionales de referencia. Esto no debería ser objeto de sospechas por parte de los opositores y detractores del gobierno. Pero lo es.
En efecto, los profetas de la hecatombe siguen ejerciendo esa práctica destructiva, “negacionista”, para exponer que estamos, casi, ante el final de una etapa, a la que urge relevar con prestancia. Lo hemos expuesto otras veces: se reclaman otros políticos; pero apenas se habla de otras políticas –la única: bajar los impuestos–, o sea, un páramo de ideas y de propuestas, con las que poder confrontar con datos. Esto es observable en la economía española: aquí, cualquier variable que sugiriera una situación de inestabilidad, ha sido elevado a una categoría superior en ese altar de la demolición. Prácticamente, sin contexto alguno: como si el vector temporal –los contextos y el tiempo histórico y económico– no contaran. Como se decía al principio, vemos a economistas mediáticos, divulgadores en tertulias televisivas con mensajes epidérmicos que invitan al debate crispado; junto a predicadores de tendencias ideológicas conservadoras, con la mentira y la tergiversación como frontispicios comunicativos. Todos ellos se han apresurado a anunciarnos que esto se hunde, y que la solución es cambiar el gobierno actual y recortar los impuestos. Este es el mensaje, que a veces es subliminal; pero que en muchas ocasiones es grotescamente explícito.
El problema de toda esa narrativa, la que proviene de palestras serias y la que se escupe desde determinados ámbitos mediáticos, es que, como hemos demostrado, los datos no están acompañando a tales premoniciones agoreras. Ahora bien, la teoría de la catástrofe vende, y vende bien: algunos economistas se adhieren a ella, sabedores de que, tarde o temprano, una nueva crisis aparecerá. Esto no deja de ser un cuestionamiento de las tesis más ortodoxas en la economía aplicada, que durante mucho tiempo pensaron que el crecimiento económico era exponencial y que no había lugar para los ciclos. Los que profesan tales teorías en España no hilan tan fino: su discurso es tosco, alejado del dato, y con una enorme carga ideológica: no consentir el perfil de un determinado gobierno. De ahí que resulte pedagógico aportar datos y argumentos, en ambos casos confrontables con otros de cariz diferente. Este, empero, no parece ser el terreno en el que los apóstoles del desastre se encuentren cómodos: porque saben que, en el fondo, los datos, a veces imperturbables, no los acompañan en ese incierto trasiego.