En el último artículo de esta sección nos referíamos a las características del “ecosocialismo”, entre las que situábamos de manera destacada la necesidad de cuestionar el actual modelo de crecimiento económico, ya que ese modelo ha llevado -entre otros graves efectos- a que se incrementen progresivamente las desigualdades socioeconómicas y a que se superen los límites ambientales y ecológicos del Planeta, poniendo en cuestión la sostenibilidad ética del modelo y su sostenibilidad ambiental; y, sobre todo, mostrando su falta de solidaridad con las generaciones futuras en los citados aspectos socioeconómicos y ambientales, entre otros.

Y es curioso que en las primeras reacciones coherentes del PSOE con los nuevos principios derivados de los resultados del 39 Congreso –en línea con lo antes señalado- cuestionando, entre otros aspectos, el acuerdo de comercio de la Unión Europea con Canadá –el conocido como CETA- los medios de comunicación más ligados a los intereses y beneficios del mantenimiento del modelo actual de crecimiento hayan cargado contra la citada decisión, anunciada por la Presidenta del PSOE, Cristina Narbona, de abstenerse en la votación de su aprobación hasta no conocer todas las consecuencias derivables de dicho acuerdo.

En éste y en los artículos de las dos próximas semanas iremos desgranando algunos de los aspectos específicos de la globalización generada por el modelo de crecimiento capitalista ligado a la sociedad de consumo (este artículo); las características, dimensiones y posibles políticas aplicables para corregir las desigualdades socioeconómicas asociadas al mismo (la semana que viene); y, en el tercero y último de ellos antes de las vacaciones de agosto, algunas de las peculiaridades de los Tratados comerciales, incluido el CETA de la UE con Canadá, que ponen en cuestión su deseabilidad.

Las consecuencias del tipo de globalización neoliberal.

El tipo de globalización vigente, como ya hemos señalado en otras ocasiones en esta sección, presenta más oscuros que claros en la deseabilidad de sus efectos, tanto desde la perspectiva del agravamiento ambiental y del calentamiento global asociado al mismo (a los que nos hemos referido reiteradamente en estas páginas) como desde la perspectiva de las desigualdades socioeconómicas que genera.

Desigualdades que tienden a acrecentarse y a convertirse en fuentes potenciales de conflictos sociales, si bien hay que destacar que la existencia de estas desigualdades no sólo genera sensaciones de injusticia o resentimiento en la población, sino que con la imagen que los medios de comunicación difunden de la riqueza y del éxito económico, también genera en gran parte de esa población una fascinación, envidia y admiración por el lujo, glamour y éxito que representan, y al que de alguna forma aspiran para ellos o sus descendientes, lo que hace que la desigualdad sea en gran parte socialmente consentida y asumida.

En todo caso, esa desigualdad socioeconómica es el resultado de un tipo de globalización que ha respondido, fundamentalmente, a intereses económicos, materializados a través de la progresiva liberalización del comercio mundial, mediante la firma de Acuerdos/Tratados de Comercio, y en muchas ocasiones a través de la liberalización impuesta por el FMI a los países que han necesitado de su apoyo por los ataques del sistema financiero-especulativo contra sus monedas. Pero globalización que también ha venido acompañada de la progresiva colonización y mundialización científica, tecnológica y cultural, con fuerte presencia de los “media” anglosajones y de EEUU, tanto en formas culturales –cine, televisión, información- como incluso lingüísticas (dominio del inglés como forma universal de comunicación).

Como señalaba Joseph E. Stiglitz, en 2002, en su libro El malestar en la Globalización, la globalización, en sí misma, tiene unos claros beneficios “teóricos”; pero el tipo de globalización resultante ha producido efectos nefastos para el medio ambiente global, la salud de los ciudadanos y la inmensa mayoría de los trabajadores en los países en desarrollo, así como para los ciudadanos con menores ingresos del conjunto del mundo.

Su diagnóstico, reiterado y demostrado a lo largo de todo el texto del libro citado, es que el problema no es la globalización –que él considera fundamentalmente positiva- sino el modo en que ésta es utilizada por las multinacionales y gestionada por las tres principales instituciones derivadas de Bretton Woods (julio de 1944) que ayudan a fijar las “reglas de juego”: el Fondo Monetario Internacional (FMI) -contra en el que en el libro se recogen multitud de ejemplos de su “mal hacer”, fundamentalmente tras su transformación neoliberal en los años ochenta- el Banco Mundial (BM) y la actual Organización Mundial del Comercio (OMC) heredera del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT).

En el libro citado Stiglitz muestra cómo esas instituciones de gobierno global han defendido intereses –y por lo tanto ideologías- directamente asociadas al capital financiero (FMI), a los intereses comerciales de las grandes multinacionales (OMC), e incluso cómo el Banco Mundial, tras el “Consenso de Washington” entre dicho BM, FMI y el Tesoro de EEUU, abrazó entusiásticamente la doctrina neoliberal y la sacralización del mercado como fundamento de sus actuaciones, cuestionando los principios y objetivos básicos para los que fue creado.

La eliminación de la protección arancelaria y de las trabas al comercio internacional, así como la eliminación de la propiedad estatal, han sido y son metas prioritarias de los Organismos internacionales citados -FMI, BM, OMC- y de los Tratados comerciales incentivados por los lobbies de las multinacionales, ya que, en última instancia, se trata de favorecer el fuertísimo proceso de crecimiento de la inversión y de las ventas de las multinacionales originarias de los países de altos ingresos- fundamentalmente, pero no sólo, de EEUU- en los países en desarrollo y en el resto del mundo. Lo que como contrapartida en muchas ocasiones ha significado –y Stiglitz, entre otros, muestra numerosos ejemplos significativos- el cierre de la producción local en numerosos sectores, el incremento del desempleo y hasta, a veces, el incremento de los precios reales para la población local –contradiciendo uno de los beneficios básicos teóricamente asociado al incremento del comercio internacional- cuando las multinacionales que controlan el sector oligopolizan o monopolizan el mismo.

En todo caso, en los más de 25 años transcurridos desde 1991, la población ha aumentado en el entorno del 50% a nivel mundial, el comercio mundial se ha multiplicado por más de 3,5 veces, las exportaciones mundiales aproximadamente han cuadruplicado su valor, y la participación de las exportaciones mundiales en el PIB global ha aumentado desde aproximadamente un 20% al orden del 30% en el período, incrementando su peso en un 50%. Y también podemos señalar que el crecimiento de la inversión internacional por parte de las multinacionales se ha producido a un ritmo mucho más rápido que el crecimiento general del comercio mundial (las ventas de las filiales extranjeras de éstas equivalían, aproximadamente al 27% del PIB mundial, en 1990, y habían aumentado hasta del orden del 53% en 2010, prácticamente duplicando las exportaciones mundiales según la obra de Peter Nolan, de 2012, ¿Está China comprando el mundo? (Traficantes de sueños. Madrid. 2014. Págs. 44 a 55). Sin embargo, los precios de los productos manufacturados se han mantenido prácticamente constantes, los precios reales de las materias primas, excluida la energía se han multiplicado sólo por 1,25, y sólo la energía ha tenido un incremento en sus precios reales que ha implicado la duplicación de su precio en el período, si bien con fuertes variaciones en su evolución.

Estas evoluciones avalan la defensa que se realiza del comercio mundial desde la perspectiva de que ayuda al mantenimiento de los precios medios globales y al incremento del PIB global; o lo que es lo mismo, que la globalización colabora al incremento del poder adquisitivo de las personas. Pero, como sucede con todo índice que mide magnitudes medias, éste no muestra los graves problemas de dispersión geográfica o personal que pueden afectar a la distribución de la renta o a los beneficios de esa globalización.

De hecho, la liberalización económica y comercial, que ha propiciado la señalada globalización, ha incidido en los países desarrollados presionando a la baja unos salarios que tienen que competir con sistemas productivos de países en vías de desarrollo que ejercen claro dumping ambiental y social, y ha propiciado que las multinacionales tomen decisiones de localización o deslocalización de un determinado país atendiendo exclusivamente a sus intereses. A su vez, el capital y sus beneficios –a través de la denominada “ingeniería financiera”- dispone de libertad mundial de movimientos hacia inversiones más rentables, o hacia paraísos fiscales que le mantengan al margen, o haciendo irrelevante su tributación a los correspondientes estados. Hecho que, adicionalmente está socavando, de manera creciente, la viabilidad del “estado del bienestar” característico de algunos países desarrollados, colaborando a un creciente malestar e inestabilidad político-social en los mismos.

Y es que la libertad de mercado sólo es eficiente cuando se parte de una situación de igualdad de todos los productores y consumidores, lo que dista mucho de la situación real global actual, y nos lleva a que ante la creciente desigualdad generada por el tipo de globalización dominante, el interés general sólo pueda ser defendido por un Estado que realmente refleje ese interés general en su gobierno y equilibre el balance de sus beneficios, por ahora mayoritariamente sesgado hacia el capital y las multinacionales. La pregunta es la de si los Gobiernos del G20 reunidos en Hamburgo en estos días pretenden actuar en la citada dirección.

Porque la creación de “sistemas globales integrados del proceso productivo” por parte de las multinacionales, ha llevado a que la fragmentación de su producción, desarrollando parte de la cadena productiva en los países con menores costes productivos en el área correspondiente, y su posterior integración para la venta controlada desde la sede central de la multinacional, genere un sistema productivo cada vez más global pero dependiente de los intereses de éstas. Lo que conlleva que del orden de dos tercios del comercio mundial se concentre ahora en los bienes y servicios intermedios, desarrollos tecnológicos y servicios financieros necesarios para la obtención del producto final de la multinacional, siendo previsible que su importancia siga siendo creciente hacia el futuro, al igual que el control de las multinacionales sobre estos “sistemas globales integrados del proceso productivo”.

Otro de los efectos importantes de la globalización dominante, es que los flujos de inversiones productivas, antes centrados en la apertura de nuevas fábricas y en la generación de nueva oferta, ahora se dirige predominantemente a la ganancia de tamaño y de mercado por esas multinacionales, mediante la compra de empresas rivales locales o de otras multinacionales competidoras, lo que les permite reducir la sobrecapacidad de oferta y generar un proceso de concentración de la oferta de productos y servicios -y de la demanda de los inputs precisos- creciente, con la consiguiente concentración del dominio de los mercados –inputs y outputs- correspondientes. Y con un efecto adicional: ganado el mercado de la empresa adquirida se aumenta la productividad conjunta por la vía de reducción de plantillas y de búsqueda de sinergias productivas que, normalmente, implican cierres de fábricas y oficinas, y reestructuraciones logísticas de los procesos productivos bajo la égida del interés de la adquisidora.

Y en este proceso no podemos olvidar los intereses de un amplio sector de agentes e instituciones beneficiados por estas transacciones de compra o absorción de empresas por los beneficios que les reporta; sectores que incluyen todos los comisionistas, que van desde los propios gestores de las firmas implicadas hasta los múltiples asesores: bancos de inversión, abogados, consultores, auditores, etc., implicados en el proceso, cuyos beneficios y poder es también creciente por su interrelación con Gobiernos y multinacionales.

El grado de concentración de la última década ha sido tal que en muchos sectores como, entre otros, el del automóvil, el aeronáutico, el financiero, el energético, el farmacéutico o las telecomunicaciones, por no hablar del de los servicios de las nuevas empresas tecnológicas de la informática y manejo de la información, han surgido auténticos oligopolios que operan también como oligopsonios en el control de la demanda de sus suministradores. Existen muchos índices preocupantes sobre dicha concentración del poder socioeconómico de esta globalización, de los que un breve ejemplo pueden estar en:

  • El 10% de las mayores multinacionales de todas las empresas cotizadas en Bolsa genera del orden del 80% de todos los beneficios anuales que se obtienen en el mundo.
  • En las últimas tres décadas, los beneficios empresariales de las empresas cotizadas se han multiplicado por cuatro, pasando del 7,6% del PIB mundial, en 1980, al 9,8% de dicho PIB en 2013.
  • A partir de 2009 el ritmo de fusiones y adquisiciones supera los 30.000 movimientos al año, con un valor equivalente al 3% de la economía mundial.
  • Sigue aumentando la preponderancia y poder de la inversión en productos financieros de carácter especulativo sobre la inversión productiva, con un peso creciente para los grandes fondos financiero-especulativos que controlan el sector y dominan los tipos de cambio de las monedas, o los mercados de futuros de bienes y servicios.
  • En el capítulo financiero, pese a los supuestos esfuerzos de los gobiernos por evitar entidades que puedan generar crisis sistémicas, el proceso de concentración bancaria ha continuado, destacando al respecto el caso de EE UU, donde de los 37 grandes bancos existentes a finales del siglo pasado se ha pasado a cinco (Citigroup, JPMorgan Chase, Bank of America Merrill Lynch, Wells Fargo y Goldman Sachs) que acaparan el 45% de los activos bancarios totales del país. En España de las 52 entidades que operaban en 2009 se ha pasado a 13 en la actualidad, de los que los cinco mayores acaparan el 58% de la cuota de mercado global.
  • En EE UU, donde las empresas acostumbran a ejercer también labores financiero-especulativas, dependiendo en mucha menor medida que en la UE del sistema financiero, la posición neta de tesorería de las empresas equivale al 10% del tamaño de la economía estadounidense.

Obviamente el cuestionar este tipo de globalización dominante y su poder económico –y consecuentemente político- implica enfrentarse con los intereses de unas multinacionales de la producción/consumo en masa, a las que la Tercera revolución científico-técnica desarrollada a partir de 1991, y la Cuarta revolución científico-técnica en marcha ya están afectando de manera significativa en muchos frentes. De los que caber destacar, entre otros, en primer lugar, la importancia creciente de los servicios y del intercambio de conocimientos, manifestado, por ejemplo, en el cambio antes citado en las primacías en cuanto a valoración bursátil de los grupos multinacionales.

En segundo lugar, se han producido importantes modificaciones estructurales en las cifras de negocio de las multinacionales, en su capitalización bursátil y en el empleo asociado a las mismas. Por ejemplo, en 1990 los tres mayores fabricantes de automóviles mundiales tenían unas ventas totales que superaban los 250.000 millones de dólares y un valor bursátil superior a 36.000 millones, dando trabajo a 1,2 millones de personas; en la actualidad, las tres mayores grandes tecnológicas (Apple, Alphabet/Google y Microsoft) facturan más de 375.000 millones de dólares (un 50% más), tienen una capitalización superior a 1.640.000 millones (más de un 410% superior) y emplean a menos de 300.000 trabajadores (una cuarta parte).

Un tercer importante grupo de cambios tiene que ver con la caída en los diferenciales de costes (salarios, impuestos, etc.) entre los países desarrollados y los emergentes, lo que está limitando el incentivo a externalizar actividades, incluso con la relocalización de actividades en los países que las expulsaron, valorando la seguridad jurídica, la proximidad con respecto al consumidor y el creciente nacionalismo localista imperante. En la misma línea actúa un cuarto grupo de cambios, ligados a la aparición de la economía colaborativa, con consecuencias en la microproducción de bienes y servicios locales crecientes. Y en quinto lugar, podemos señalar los cambios que las nuevas tecnologías y avances científicos está generando sobre el sistema productivo y de consumo, destacando al respecto la robótica y la inteligencia artificial, que están propiciando grandes cambios, no sólo en los anteriores sistemas sino también en el de información/control social, cuyas consecuencias globales últimas están por determinar, pero que indudablemente no serán positivas si el control sigue siendo de las grandes corporaciones que dominan y se apropian de los beneficios de dichos cambios, y no hay una intervención pública democrática controladora y reguladora que garantice el interés general, y particularmente frene el deterioro de las condiciones del trabajo y la creciente desigualdad socioeconómica asociada hasta ahora al proceso.

Un segundo gran grupo de consideraciones en el tipo de globalización dominante tiene que ver con el progresivo desplazamiento de los centros económicos de la producción y de la preponderancia mundial hacia Asia y el Pacífico, con un papel creciente de países como, sobre todo, China, pero también India, Corea del Sur o Indonesia, que se suman a los tradicionales desarrollados de la zona. China ya supera a EEUU en algunos de los principales indicadores de dinamismo comercial y productivo. Las multinacionales chinas obtienen ya el 14% de todos los beneficios que se generan en el mundo y acaparan el 20% de los puestos de la lista Fortune 500, mientras que el peso conjunto en este ranking de los grupos americanos y europeos ha caído desde el 76% de 1980 al 54% actual.

En los últimos informes del Banco Mundial se señala el relativo enfriamiento de los intercambios internacionales y de los movimientos internacionales de capital respecto a antes de la crisis global, quebrando la tendencia iniciada durante los años 90, ahora con una dinámica para las importaciones mundiales de bienes y servicios con aumentos inferiores al crecimiento de la producción mundial. Pero este hecho, que implica que el gasto de las familias y las empresas se centran cada vez más en la producción nacional manteniendo el empleo local e incidiendo positivamente en la sostenibilidad ambiental (por lo que conlleva de reducción de transporte y emisiones de gases de efecto invernadero) es valorada negativamente por los Gobiernos y por los media, evidentemente por el perjuicio que representan para las multinacionales.

Lo que no implica cuestionar el comercio mundial ni sus potenciales ventajas, siempre y cuando dicho comercio se desarrolle bajo principios éticos y de justicia (sí presentes, por ejemplo en el comercio justo que tan poco gusta a las multinacionales) por ahora muy lejanos de las pautas normales de funcionamiento de la actual globalización.

En las actuales reuniones del G20, ante la caída relativa de los intercambios globales y la aparición de posiciones más proteccionistas de los intereses de las empresas locales (EEUU, Gran Bretaña,…) se vuelve a hablar del necesario impulso a una globalización beneficiosa para toda la humanidad que, como en todas las veces anteriores, se acompaña de las coletillas de que debe operar en un marco regulatorio transparente, que evite la competencia desleal, la evasión fiscal y el dumping social; que vaya acompañada de políticas tecnológicas y de empleo que permitan mantener el Estado de Bienestar existente en los países desarrollados y ampliarlo al resto del mundo. Deseos y promesas políticas muy lejanas de las realidades a que nos hemos referido en este artículo (¿dice alguien algo, por ejemplo, del bienestar y de los derechos de las mujeres en Arabia Saudí, o de los derechos de los trabajadores en muchos de los países presentes en el G20?).

Los Gobiernos –en parte porque muchos de sus miembros o gestores han estado o esperan estar ligados a empleos o puestos en las citadas multinacionales, u obtener beneficios de ellas (Trump sería un ejemplo extremo de relación gobierno-empresas)- y los grandes medios de comunicación –porque dependen directa o indirectamente de las multinacionales que controlan su propiedad- siempre han defendido los intereses de las multinacionales y de la globalización imperante, aunque aquellas cada vez están menos ligadas a sus países origen y distribuyen su poder, influencia y declaraciones fiscales atendiendo exclusivamente a sus intereses propios.